Los dueños de la pelota son los dueños de las balas. Torneo de supremacismo idiota para acreditar quién la tiene más larga. Así funciona el grupo gobernante en la Argentina. ¿Dialogar después de la derrota? Sí, claro, ¿cómo no?, pero a condición de que sea con peces “very grossos”, no con los “suplentes”, y eso sólo si se acepta que lo del 11-8 no fue una “cagada a palos tremenda” (Mario Ishii) sino un triunfo en la Antártida. Bien considerado, no hay en verdad sorpresas. Si entre mayo de 1973 y mayo de 1974 desafiaron a Perón a balazo limpio, ¿por qué hoy no calificarían como triunfo de la “aristocracia” a ese 74% que no votó por ellos hace siete días?
Mismo disco rígido, misma matriz, idéntica sustancia: en la Argentina el vanguardismo goza de muy buena salud. Se expresa en el “nunca menos”, en el “vamos por todo”, y en el “ni un paso atrás”. Pero, entiéndase, se trata de un vanguardismo de necedad imbatible. Siempre hubo en el mundo y en la vida “pasos atrás”. Stalin dejó venir a Hitler en 1941 cuando la Alemania nazi invadió la URSS, e incluso antes, cuando en 1939 pactó con él una paz provisoria, mientras la izquierda mundial se retorcía de angustia. El “general invierno” y el heroico Ejército Rojo batieron a la Wehrmacht. Tras su catastrófico ataque al cuartel Moncada en 1953, Fidel Castro y sus hombres quedaron diezmados. Ya en libertad, cerraron la boca y se prepararon. Bajaron del Granma en 1956, atraparon el poder en 1959 y siguen en el poder, varios de ellos ya casi nonagenarios.
En la Argentina, en cambio, no sucede lo mismo. Acá, país de taitas bravos, todos la tienen larguísima. Así funcionó el PRT-ERP tras el triunfo del peronismo en marzo de 1973, asegurando luego del mítico 25 de mayo con Cámpora, Allende y los cubanos a su lado, que la “guerra” continuaba. Y continuó, hasta que terminaron de despedazarlos en el invierno de 1976. Los Montoneros no fueron mucho más astutos. No “firmaban” las operaciones desde mayo de 1973, pero las siguieron haciendo. Mataron a José Rucci para que Perón entendiera cómo eran las cosas. En 1974 regresaron a la clandestinidad y empezaron a atacar cuarteles y comisarías. Con sus armas amartilladas, siguieron a los tiros hasta bien entrado 1981, delirantes “contraofensivas” incluidas.
Permanece esa misma soberbia prepotente que con palabras definitivas describiera y categorizara Pablo Giussani (1927-1991) en su mítico e indispensable libro de 1984, La soberbia armada. Se trata de un atributo criminal despiadado. Funciona como si la verdad les perteneciera. Quienes no llegan a ella son tarados o ingenuos, que luego “ya entenderán”. Los coroneles de La Cámpora padecen de una seria indigestión de historias sesgadas, mal engullidas y pésimamente digeridas. Pero no son unos ingenuos muchachos empapados del romanticismo de una era que les parece sublime. Que desde trincheras presuntamente peronistas se estigmatice o devalúe la capacidad popular para entender un proyecto ideológico radicalizado es una paradoja cruel.
Fue Arturo Jauretche quien ironizó para siempre a las patrullas avanzadas de un, para él, bizarro marxismo que le temía al pueblo. Pero el lenguaje de La Cámpora conlleva otro atributo escalofriante: es el mismo que seduce a Cristina Kirchner. Una Argentina regurgitante parece retornar a los debates anochecidos de los tardíos años 60. Vuelve a cuestionarse desde la vanguardia y con altanería el “nivel de conciencia” de un pueblo.
Herederos del voluntarismo ciego de hace cuarenta años, son de una vejez política hoy inconcebible, estólidos emisarios del arcaísmo “revolucionario”. Lo dice y lo proclama la Presidenta: las cosas que le pasan a ella y a su gobierno son la culpa de quienes le formatean la cabeza al pobre pueblo, engañado, seducido, confundido, necesitado de una vanguardia que venga a desenajenarlo.
Foquismo sin armas, pero puro y duro. ¿Fracasamos? ¡Más de lo mismo! Este menú se decora con un añadido particularmente revulsivo, expresión de lo más retrógrado y antidemocrático del peronismo. Humillada en estas elecciones (como si no hubiera sido ella quien eligió y mandó al muere a Martín Insaurralde, así como volvió a martirizar al imposible Daniel Filmus), para ella sólo es destacable el “triunfo” en esa Antártida que el incurable irredentismo nacional sigue llamando argentina, pese a que ya ni queda el rompehielos: 46 votos sobre 122 electores.
Los partes de guerra del ERP y de Montoneros en los años 70 y 80 seguían hablando de victorias y de glorias, mientras sus filas iban siendo aniquiladas inexorablemente. Ganadores, triunfales, recibidos con alborozo por el pueblo, avanzaban en trance mental rumbo a la toma del Palacio de Invierno. Años más tarde, en 1989, los atacantes de La Tablada también fueron a matar, convencidos de que la victoria los esperaba bajo los cadáveres.
Apesadumbrada conclusión que describe la encrucijada nacional, la idea de victoria sigue embriagando hasta el delirio a quienes detentan el poder. Se han descripto como Frente “para la Victoria”. Si sólo fuera por la descomunal batalla ganada en la Antártida, se trataría apenas de una impostura de pequeñoburgueses con la cabeza recalentada (los llamaban “termocéfalos” en el Chile de Salvador Allende). Pero es bastante más grave que eso: con sus disparates de esta semana, para muchos Cristina Kirchner parecería haber avanzado varios pasos rumbo a una progresiva identificación con Isabel Perón. Sólo faltaría que ruegue no ser hostigada.
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