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Apuntes en viaje

Jericó

Toman sus cervezas sentados en los barcitos, charlan. Sólo se ve a los hombres, imagino que las mujeres habrán quedado preparando el almuerzo.

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Jericó. | marta toledo

El camino para llegar desde Medellín a Jericó, los últimos 40 kilómetros de cien es una hermosura. Una curva se sucede tras otra, creo que no andamos llano más de 150 metros, y la combi va adentrándose en el paisaje verde, las plantaciones de café que crecen en las laderas, las casas desperdigadas que se vuelcan sobre la banquina. Jericó es un pueblo pequeño, de unos 10 mil habitantes, en la Antioquia colombiana. El casco histórico, colonial, con su plaza en el medio y bares y cafés alrededor, es una postal turística. El tiempo es bueno, hace calor durante el día, pero por la noche, la temperatura baja un poco y la gente se amontona en las terrazas de los bares, se escucha música fuerte, corren las micheladas y el aguardiente. Somos muchos los turistas, porque justo ese fin de semana es el Hay Festival que convoca no solo a buena parte del pueblo, sino a lectoras y lectores y escritores de la zona, que se acercan a escuchar las conversaciones y la gala de poesía y los recitales que ocurren de noche, en el gran escenario que montaron en la plaza.

Me dicen que el turismo que reciben es de dos tipos: el que convoca el Hay, que se realiza allí desde hace siete años, y el religioso: es que Jericó tiene no solo su santa propia sino a la única santa de Colombia, la Madre Laura. Nacida como Laura Montoya, en 1874, tuvo una infancia dura, su padre médico fue asesinado cuando ella era pequeña. A los siete años sintió el llamado de Dios y fue una monja ferviente y trabajadora, también escritora y maestra. A los cuarenta años se fue a trabajar con los indígenas emberá katíos hasta su muerte a los 79 años. Por eso es común la imagen que la muestra con su hábito de monja y un niño indígena con taparrabos. Estampitas, pinturas, estatuas de distintos tamaños, por todas partes. Llaveros, cuadritos, medallas, pulseritas, bolsos y las toallas del hotel donde me hospedé, todo con su cara bordada, impresa, sublimada (nunca más apropiado el término), serigrafiada.

Los dos milagros por los que fue santificada tienen que ver con la medicina, tal vez, un don herencia de su padre. El primero ocurrió en 1994 cuando cura de cáncer de útero a la mamá de una monja de la comunidad de las lauritas. El segundo, en 2005, cuando salva a un cirujano de una polimiositis. Ambos, ya al borde de la muerte, se encomiendan a la Madre Laura y sin que la ciencia médica pueda explicar cómo, se curan.

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El domingo a la mañana están todos los comercios abiertos y la gente que baja de las fincas, trabajadores con sus ponchos a rayas y sus sombreros aguadeños, se distinguen rápidamente de los turistas que dan vueltas por ahí con la resaca del sábado. Toman sus cervezas sentados en los barcitos, charlan. Sólo se ve a los hombres, imagino que las mujeres habrán quedado preparando el almuerzo.

Regresamos a Medellín después del mediodía. Otra vez da gusto el serpenteo verde. Al costado del camino vemos a un grupo de motoqueros detenidos en uno de los tantos miradores. Observan el paisaje impresionante sentados en sus motos apagadas.

Ya más cerca de Medellín empieza a mandar el cemento. La gente espera colectivos sentada en sillas viejas que los vecinos dejarán ahí cuando compran nuevas, para quien guste. Cada tanto un parador lleno de gente que bebe y, me imagino, escucha música. Cumbias alegres que con el correr de las horas, se irán poniendo un poco tristes, un poco llenas de despecho.