El enigma catalán, que se resolverá mañana en elecciones convocadas por la Generalitat y que, para muchos, son ilegales, es propiamente un grano en el culo de los españoles, que a gatas comienzan a recuperarse de la crisis de 2008.
Los últimos sondeos, dicen los diarios, dan amplio margen al movimiento independentista (Junts pel Sí obtendría mayoría absoluta en el Parlamento, 68 escaños). Pese a ello, sólo el 20% de los catalanes piensan que el proceso puede desembocar en un proceso verdaderamente soberano. Apenas un 27% de los electores creen que puede darse un cambio en la relación entre el gobierno regional y el nacional. El Banco de España amenaza con corralito si Cataluña se declara independiente. El Financial Times avisa que si el separatismo supera el 50% de los votos, Europa no podrá ignorar la decisión de los votantes (aunque finalmente la secesión no se concretara, habría que reformar la Constitución). El Partido Comunista adhiere al movimiento independentista señalando que es un error considerar que beneficia a la burguesía catalana, para nada, sino al pueblo, liso y llano. Nadie confía demasiado en la verdadera constitución de un Estado independiente catalán, pero todos aspiran a que un resultado favorable a la separación permita reformular las relaciones de encaje de Catalunya en España. El asunto es complejo y tiene siglos y milenios de antigüedad como para ser tratado a la ligera. Pero, como todo nacionalismo, el catalán es cerril y ni siquiera puede garantizar un Estado económicamente viable. Ni hablar del monolingüismo al que aspira, desdeñando una de las más ricas herencias disponibles: el bilingüismo catalán-español, que las últimas generaciones han perdido y, con él, la posibilidad de intervenir en relación con la tercera lengua de comunicación del mundo. O un Estado imperial o uno provinciano; sociedad sin Estado no se le ocurre, tristemente, a nadie