Hace unos meses, olfateando la cercanía de la muerte, el escritor Imre Kertész abandonó Berlín, donde vivía, y volvió a su Budapest natal. Magda, su segunda esposa, contó que sus últimas palabras fueron una cita de los diarios de Bach que no cesaba de repetir en los últimos días: “¡Oh, Dios mío, que mi alegría permanezca!”. Al parecer, Bach la habría escrito luego de la muerte de su esposa y de una de sus hijas.
Escrita por un creyente como Bach, la frase es un ruego que se inscribe en una tradición judeocristiana que se remonta al menos hasta el Libro de Job, basada en la creencia de que, luego de un sinnúmero de pruebas para testear nuestra fe, un Dios operante nos priva del dolor al que previamente nos ha sometido. En ese sentido, en Bach, la frase podía rogar por el cese del dolor de la pérdida por la vía de una compensación del daño producido (otra mujer, más hijos) o por la continuidad del impulso espiritual que nos sostiene en la desgracia y que en su caso era la alegría perpetua de la música.
Pero ¿Kertész? ¿Por qué ésa fue la cita que lo acompañó hacia el fin, cuando él no creía en Dios? ¿Era en su caso el “¡Oh, Dios mío!” un mero vocativo, como nuestro “che, boludo”, pidiendo a la nada por la perduración de una emoción que debía sostenerlo hasta el fin, cuando lo había acompañado incluso en los campos de concentración de los criminales nazis? Tal vez, también, esa petición insensata fuera como el velo del pudor que esperaba lo cubriera en el último momento. Uno puede pensar, incluso, que el pudor es una forma de la alegría, algo que nos reserva de la exhibición de intimidad que resulta el alimento en las formas bajas de la cultura (básicamente, la televisión). Dicho en sencillo, el pudor como alegría que nos invade al preservarnos de lo obsceno. En Hombre de la esquina rosada, Borges cuenta el final de un malevo, que cuando no puede aguantar más el dolor de la puñalada pide que le tapen la cara. “Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía”.
En ese alegre o trágico ocultamiento de su fin se incluye el pedido de Kafka de incinerar sus textos, que son su cuerpo. Claro que la resolución de este conflicto es a la vez una desdicha propia y una alegría para sus lectores.