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Kirchner quemó las naves

Malas noticias: Kirchner decidió quemar las naves. No le interesa ningún tipo de acuerdo ni de diálogo. Su único objetivo es lograr la rendición incondicional de la Comisión de Enlace y en ese camino no duda en traficar con las dignidades de sus subordinados, incluida su esposa, y en poner al país al borde de la violencia y la locura.

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Malas noticias: Kirchner decidió quemar las naves. No le interesa ningún tipo de acuerdo ni de diálogo. Su único objetivo es lograr la rendición incondicional de la Comisión de Enlace y en ese camino no duda en traficar con las dignidades de sus subordinados, incluida su esposa, y en poner al país al borde de la violencia y la locura.
A esta altura es casi imposible analizar qué le pasa por la cabeza al presidente de facto con la sola ayuda de las categorías políticas. Los momentos de rencor que lo convierten en un kamikaze también deben mirarse a través de la lupa de la psicología. Su bulimia de poder no tiene estómago. Es capaz de devorarse a sí mismo. En esa caída libre, Néstor Kirchner arrastra hacia el fanatismo a muchos de sus laderos, a los que obliga a defender un discurso conspirativo que asegura –entre otros fundamentalismos– que gran parte de la dirigencia democrática de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, del peronismo y la oposición, de la Iglesia y el campo y de los medios de comunicación es tibia o golpista. Y ya se sabe: para los tibios no hay lugar, según el filósofo De Vido. Y para los golpistas, mucho menos. Para un golpista de verdad sólo debe haber lugar en la cárcel. La gran pregunta, entonces, es: ¿dónde están los golpistas de verdad? Porque es tan grande el despropósito nacional al que nos llevó el kirchnerismo, que muchos sostienen que el mayor conspirador contra el gobierno constitucional de Cristina Fernández de Kirchner es, precisamente, su esposo.
En estos tres meses hay que reconocerle a Kirchner la persistencia en el error y la coherencia en sus metas. Nunca se apartó de aquella primera definición que lo pinta de cuerpo entero en sus convicciones autoritarias: poner de rodillas al otro. Hubo algunos zigzagueos tácticos en el rol que jugó Cristina, pero el voluntarismo arrodillador no titubeó jamás. Fue triste ver a la Presidenta morder la banquina de un lado y del otro. Primero, cuando multiplicó geométricamente el conflicto con aquel recordado discurso de los piquetes de la abundancia. Fue en ese momento que la protesta rural creció de golpe en su masividad y se alimentó de una mística y una épica que hasta ese momento no tenía, porque estaban hablando sólo de plata. Pero aquella humillación en vivo y en directo y a los gritos desató este tsunami de tierra adentro. Después, cuando empezaron a llegar los desastrozos resultados de las encuestas que reflejaban aquel disparate, algún genio del marketing político decidió pegar un volantazo. Y el péndulo se fue hacia el otro extremo. Néstor resolvió blindar a Cristina y, para “protegerla”, decidió que ella se corriera de la pelea agropecuaria. Casi no dijo una palabra más sobre el campo. El argumento fue que el Gobierno no era contraparte del campo ni de nadie. Que el Gobierno debe gobernar para todos los argentinos. Y le dejaron el barro para los muchachos pejotistas, encabezados por el Pingüino Emperador.
El resultado fue patético. Más que preservarla, la congelaron. Porque la política real que concentraba la atención de todos los argentinos ocurría en otro ring y, en determinada frecuencia y mientras tanto, la Presidenta aparecía ajena a todo, hablando sin hablar, vaciada de contenido y tan lejana de la realidad que parecía en otro país. Fue el momento en que la opinión pública empezó a preguntarse por una gestión inexistente y por la imposibilidad de acordarse de alguna medida administrativa realmente relevante. Fue el momento más peligrosamente delarruísta de Cristina. En cada acto aparecía como ausente, en otra dimensión, sin que la maldita realidad la ensuciara pero sin que pudiera modificar un ápice de esa maldita realidad. El jueves llegó el último volantazo. Y otra vez apareció el discurso original de los piquetes de la abundancia que tanto ofendió a los productores y chacareros, y que tanta fortaleza les dio para el combate. Esta vez, Cristina afirmó que los que llevaban noventa días de protesta lo podían hacer porque tenían acumuladas fortunas, producto de una altísima rentabilidad. Se preguntó en voz alta: ¿de qué vivía esta gente? Y finalmente, la última puñalada fue cuasi bíblica al referirse a la avaricia, uno de los pecados más condenables, porque congela el corazón de los ricos y no les deja ver el sufrimiento de los pobres.
Desde la Plaza de Mayo podían escucharse los insultos de bronca de los chacareros de todo el país. Los contestadores telefónicos de las radios y las casillas de correo electrónico comenzaron a llenarse de respuestas indignadas. La mayoría devolvía la pregunta acerca de la manera que tienen los Kirchner de ganarse la vida. Muchos aullaban por la irritación que les producen el tono y el contenido de ella. Y la mayoría condenaba la hipocresía. En un discurso anterior, Cristina les exigió a los ricos que generaran fuentes de trabajo. Es parte de la responsabilidad social, los amonestó.
El ruido es porque lo hace desde una historia personal que acusa un patrimonio millonario –difícil de explicar, según Elisa Carrió– pero que fue forjado con su actividad de prestamista en el Sur y que derivó en las rentas producidas por el alquiler de sus propiedades que cobra Máximo Kirchner, el heredero. Es decir, puestos laborales, cero. Mano de obra, cero. A esta altura, ese concepto de “haz lo que yo digo” se ha convertido en un clásico cachetazo provocador de los Kirchner en varios rubros. No sólo por las diferencias abismales que hay entre las palabras de Cristina y su opción por los pobres y toda su actitud fashion y estética nada austera. También aparece esa culpa en el pedido de perdón que hizo en Roma, con lágrimas en los ojos, por la falta de acción del Estado en materia de derechos humanos. Las intenciones encubiertas aquí son dos: decir que ahora que están los Kirchner sí se lucha contra la impunidad y, más al fondo todavía, que algún motivo los llevó a ellos a no mover un dedo en ese sentido mientras reinaron en Santa Cruz. En fin, más vale tarde que nunca.
Por obra y desgracia de un conductor político como Néstor Kirchner, que desató tantas hostilidades contra tanta gente, cada vez más hay una Argentina quebrada. O, peor todavía, dos Argentinas. Este retroceso histórico se expresa a cada momento y en todos los sectores sociales. Otra vez los argentinos estamos tropezando con la misma piedra de las dicotomías irreconciliables. Hay amor y odio. Peronistas y gorilas. Kirchner es bendito y maldito. Es increíble la mutación. De aquel Kirchner que convocó casi sin distinción de banderías la esperanza de la mayoría de los argentinos para salir del infierno a este que cavó una trinchera que fractura a la sociedad entre kirchneristas y antikirchneristas. Nos pasó lo peor que nos podía pasar.
Las últimas imágenes y sus contenidos políticos también fueron el día y la noche. En lo institucional, Cristina lanzó sapos y culebras contra el campo en su acto en La Matanza y apeló a la metáfora líquida de comparar la leche derramada que los “insensibles” productores hacían correr como arroyos y el agua “bendita” que ellos estaban llevando a los más necesitados con la inauguración de las obras correspondientes. Casi simultáneamente había otra forma de cotejar dos realidades. Néstor Kirchner, encerrado en Buenos Aires con el consejo nacional del PJK, y Hermes Binner, abierto en Rosario a todos los sectores sociales y políticos, debatiendo para encontrar soluciones comunes a la crisis del campo que en Santa Fe golpea con una fuerza demoledora. Eran dos fotos de dos Argentinas. Dos formas de entender la política y la convivencia democrática.
Hay algunas caricaturas: Kirchner, que en su momento de gloria ni siquiera recibió para saludar a los bloques parlamentarios del oficialismo, se pasó los últimos días armando actos formales y repetitivos. Intendentes, gobernadores y legisladores se vieron casi obligados a firmar documentos redactados verticalmente acusando de golpistas a los productores agropecuarios. Y sólo tuvieron el raro privilegio de escuchar una arenga de su jefe y de aprenderse de memoria el, a esta altura, trístemente célebre PowerPoint que proyecta Alberto Fernández. No hubo ni siquiera un amague de debate político para escuchar las realidades de cada distrito y para sintetizar la diversidad. Sólo un tímido intento de Hugo Moyano para estudiar la posible mediación de la Iglesia que fue caracterizado por Kirchner como “una boludez”. Aunque reconoció que él era un especialista en decir boludeces, ante las carcajadas nerviosas de la concurrencia. En su mejor momento, Kirchner no los recibió porque no quiso escucharlos y ahora, en su peor momento, los utilizó para poner la cara para los cachetazos. Pero tampoco quiso escucharlos. Hay algunos casos, como el de Jorge Capitanich, que en diez días incineraron su futuro político en el altar de los Kirchner.
Hace más de veinte años, mientras la popularidad de Herminio Iglesias se caía a pedazos sin remedio, uno de sus lugartenientes, con la sabiduría de un tipo de barrio que no había terminado el colegio primario, me dijo: “En el peronismo, lealtad significa acompañar a Herminio hasta el cementerio. Pero no me tengo que enterrar con él”. Hoy, cada vez más dirigentes del peronismo de todo el país están escapando de esa tumba política. En Santa Fe y Córdoba, casi la totalidad de los referentes huye despavorida del lado de Néstor Kirchner. Carlos Reutemann, que hace muy pocas semanas era recibido en la unidad básica Puerto Madero por Kirchner, ahora fue satanizado por el mismo Kirchner, aunque por boca de Kunkel, como propietario de esos diabólicos pools sojeros que el mismo Kirchner tanto benefició hasta hace minutos. El ex gobernador de Santa Fe, prudente como siempre, habló como nunca por los medios para defender al campo. Sacar al Lole del perfil bajo es uno de los milagros kirchneristas. Otro fue que Reutemann y Hermes Binner, que son los máximos líderes políticos de las dos fuerzas más poderosas electoralmente, estén en la misma vereda.
En Córdoba ocurre algo parecido. José Manuel De la Sota y Juan Schiaretti, ex y actual gobernador, cada uno a su estilo salieron a cruzar a Kirchner. Uno rechazó el estalinismo y el otro amenazó con ir a la Justicia para reclamar los fondos nacionales que no le envían como forma de castigo. Y otra vez el milagro patagónico: Luis Juez y Mario Negri, archienemigos de De la Sota y Schiaretti, también castigan la impericia obsesiva de Kirchner cada vez que pueden y respaldan al campo en todos sus reclamos.
La inmensa mayoría de los intendentes de Santa Fe y Córdoba están anotados entre los peronistas que buscan otros caminos dentro del partido para construir alternativas al poder kirchnerista. Su coraza invencible y el poder de su chequera sideral y ajena muestra signos de fragilidad. Cada día son más en Entre Ríos, la provincia de Buenos Aires, La Pampa y otros distritos que sienten que la lealtad hacia Kirchner encontró un límite.
Por lo menos tres veces, Néstor Kirchner se comparó con Perón en las últimas horas. Se refirió a sus enemigos como la Unión Democrática y comparó el “Rosariazo” del campo con un acto masivo de la fórmula Tamborini-Mosca. Eran épocas donde las multitudes agradecidas ofrecían su vida por Perón. Kirchner resolvió quemar las naves y llevar la guerra de desgaste contra el campo hasta sus últimas consecuencias. No se conoce, por ahora, a ningún dirigente que haya expresado públicamente su disposición a dar la vida por Kirchner. Ni a enterrarse con él