A todos, no importa quiénes ni en qué circunstancias, nos llega el momento de darle algún sentido sobrehumano, colectivo o energético a la muerte.
Nos diferenciamos de las otras especies por nuestra propia certeza de finitud y nadie (pero nadie, sin importar la religión o su reemplazo por otra cosa) desea para sí mismo un desprejuiciado chau pinela y a otra cosa mariposa. Morir y punto es cosa de bestias y de plantas.
Lo humano es trascender, así en la Tierra como en el Cielo. En la memoria de los que quedan o tocando el arpa con los que se fueron antes, pero que no se corte, che, que no decaiga.
Absortos ante la potente carga emocional de estos días, hubo seres racionales e insospechados de pingüinos que bajaron un cambio para homenajear la partida del indudable animal político que era Néstor Kirchner, aunque deseando con todas sus fuerzas íntimas que su muerte con las botas puestas haya sido más una cosa que la otra. Es decir, más animal que política. Muerte, muerte. Final. The end. ¿Me explico?
Otros, no menos inteligentes pero devotos K, anunciaron, shockeados por el adiós del líder y también superados por la magnitud popular de las exequias, el alumbramiento de un nuevo sujeto social, desde ahora sí bien llamado kirchnerismo.
(Aclaración: los irracionales que de un lado brindaron y del otro llaman poco menos que a degüello tal vez no merezcan éste ni ningún análisis periodístico, sino uno bien pero bien psiquiátrico.)
Tal vez aquella interesada confusión entre las capillas ardientes y las salas de parto termine siendo, a la larga o a la corta, tan improductiva como la hipocresía de ciertas solemnes despedidas desde afuera de este megavelatorio con derecho de admisión.
Lo verdaderamente indiscutible es que el kirchnerismo ha tenido la más indeseada y conmocionante posibilidad de exhibirse en la calle con impactante contundencia.
El asunto, ahora, más que entretenerse en metáforas, es qué harán los kirchneristas consigo mismos.
Queda Cristina, desde luego. Y esa permanencia puede significar tanto su enorme ventaja como un serio problema.
Porque esa misma potencia emocional que los miles de simpatizantes del Gobierno desplegaron de miércoles a viernes es, al mismo tiempo, el fruto de algo heterogéneo, tanto social como política y generacionalmente.
Conviven allí blindados intereses sindicales, gremialistas decentes, punteros barriales, militantes sociales, pilas juveniles, gratitudes genuinas y rentadas, abstractas elaboraciones intelectuales, cerebros conectados, amores por descarte y odios sin remedio.
Sólo Cristina puede ensayar una síntesis, mientras se encarga de seguir gobernando un país no menos contradictorio que su enlutado movimiento.
No está sola, por lo visto. Está sin él. Vaya desafío. La ausencia también puede constituir una presencia insoportable.
Por lo pronto, quienes vieron por la ventana estos días de duelo multitudinario deberían dedicarse a pensar, acaso, por qué ellos no enamoran con semejante magnitud. Qué habrán hecho tan mal. E intentarlo sin envidia. Porque más allá de las conductas sectarias e insultivas de muchos kirchneristas, el kirchnerismo es hoy el único agrupamiento político masivo procreado de la debacle para acá.
A todos debería servirnos para algo. Y si es algo constructivo, mejor.