La triple fuga y sus coletazos posteriores dejaron ver, de manera descarnada, la penetración del delito en el Estado. Era algo ya sabido, pero la forma de la “huida”, con la complicidad de miembros del Servicio Penitenciario y la protección posterior por parte de sectores de la policía, ilustra un entramado de vínculos entre policía y delito que nos habla de la manera de hacer política en la provincia de Buenos Aires (y no sólo allí). Es cierto, como se dijo, que el de María Eugenia Vidal fue un voto anti-Morsa, y aunque corporizado en Aníbal Fernández, justa o injustamente, el término “Morsa” se volvió una suerte de sinónimo de política mafiosa. El periodista Carlos Gabetta escribió en este diario, y en un libro, que la encrucijada argentina era república o país mafioso. Sin duda, no es la única encrucijada, pero es un dilema que el progresismo en su versión kirchnerista se negó a ver.
Más allá de la coyuntura, todo esto remite a un problema más general: el llamado “kirchnerismo” fue una suerte de alianza entre sectores progresistas de las clases medias (muchos de ellos provenientes de decepciones políticas previas o de sectores juveniles que despertaron a la política tras la crisis de 2001) y el peronismo tradicional. El kirchnerismo fue, como dijo Carlos Altamirano –parafraseando a John William Cook– una suerte de “hecho maldito del progresismo”, al menos para el que no quiso sumarse. Otra vez el peronismo podía agarrarse de esas banderas.
Y sumarse a él significó una transacción, como siempre ocurre en la política real. En este caso, para impulsar una idea más incluyente de la política y la economía –demos eso por hecho–, habría sido necesario aceptar la opacidad del kirchnerismo en materia de corrupción. Aníbal es el signo de eso. Desde el patrimonio de Cristina, sus vínculos con Lázaro Báez, hasta toda una base política –y de financiamiento– atravesada por el delito (y ahí entra el tema de la efedrina y la campaña “Cristina 2007”). Esa transacción política y moral –“si no aceptamos esto, en nombre del realismo, vendrá la derecha”– está en el núcleo de esa constelación llamada kirchnerismo. Y ahí está, probablemente, una de sus debilidades ideológicas más profundas. Porque al final vino la derecha, y lo que quedó como herencia combina discursos de justicia social con un Estado atravesado por todo tipo de cloacas de la democracia.
Daniel Scioli significaba una negociación con esos grupos desde el peronismo clásico. El macrismo promete acabar con ellos, pero, como se vio en la Provincia, no tiene el personal para dar batalla e intentó esta especie de pacto con el viejo sistema (Casal, Granados) que –en palabras de Margarita Stolbizer, combinó ingenuidad y continuismo– terminó estallando como una bomba. Además, el macrismo plantea otro problema: el de la potencial carencia de autonomía del Estado respecto del mundo empresarial, como se ve con la Ley de Medios.
El kirchnerismo terminó combinando honestos y sofisticados intelectuales como Horacio González, y el espacio de Carta Abierta, con los fondos más bajos de la política. Cuando Patricia Bullrich se vestía con campera de jean y era peronista de izquierda, solía responder a la izquierda no peronista diciendo, más o menos: “Ustedes no entienden el peronismo; el peronismo es un movimiento que incluye a los buenos y los malos”. Y el kirchnerismo reactualizó eso, después de que el menemismo hubiera dejado fuera a los “buenos”.
El problema de presentar el clivaje como república (a secas) frente a país mafioso es que una oposición tampoco muy republicana pudo apropiarse de ese significante y ganar las elecciones. Pero eso no quita que desde el espacio progresista deba buscarse una especie de equilibrio entre las necesidades de la realpolitik y las de una reforma “intelectual y moral” –como reclamaba Gramsci– de la política argentina. Esto es importante, no tanto para evaluar el kirchnerismo como historia sino en el momento de construir una oposición progresista al actual gobierno de centroderecha.
*Jefe de redacción de Nueva Sociedad.