En la cola del cajero automático lo vi. Era un adolescente tardío, un empleado del banco. Una viejita lo venía arrastrando, diciéndole “Ayudame, vos que sos un angelito”, y el joven demonio estaba masticando un malhumor importante, se le ponía de colores la cara, se le notaba el esfuerzo por conservar la paciencia. A los viejos los exilian del trato humano para cobrar su jubilación con una tarjeta magnética y no les explican nada, muchos no tienen ni idea de cómo operar con un cajero automático, no están acostumbrados a máquinas interactivas; el aparato más tecnológico con el que se formaron en sus vidas fue la radio. Entonces es entendible que pidan ayuda a los empleados del banco y ahí estaba este flaco con camisa y corbata, pelo que excedía el largo aconsejado por el memo interno de la empresa, y zapatos náuticos.
Hago hincapié en la ropa porque me vi a mí mismo hace casi veinte años. Esa cosa en vías de desarrollo hacia la adultez, ese aire desgarbado de fantasma en tránsito, la remera de Los Ramones transparentándosele por debajo de la camisa, como si se le transparentara la infancia todavía. La mezcla de vergüenza y bronca de que lo trataran de manera aniñada, con diminutivos, delante de otra gente, toda la inseguridad encendiéndole la cara achinada en una semi sonrisa de ganas de morirse ahí mismo, de renunciar, de arrancarse la corbata para ir a tomar cerveza con los amigos. Era como ver ahí mismo las reacciones químicas de la maduración física en alta velocidad, las fuerzas internas luchando, asfixiando el rocanrol.
Qué momento dificil de la vida, esa etapa que después la gente extrañamente añora. Ese período en que uno es un ensayo de uno mismo, un ensayo de muchos destinos posibles, toda esa prueba y error, todo ese ruido, esa furia conducida por alguien a quien acusan de estar en la edad del pavo. Por eso los adolescentes ocupan tanto espacio, están haciendo intentos varios, van para todos lados, son fuerzas que se están probando, se testean en todos los órdenes, uno solo ya es muchos sucediendo o empezando a suceder. Por eso inquietan, incomodan, aturden. Tocan varios instrumentos, largan carreras, duermen.
Me acuerdo cuando largué Medicina (todavía estaba en el Ciclo Básico). Las matemáticas y la biología pudieron más que mi dudosa vocación científica que no era tanto de médico sino más bien de manosanta, porque yo quería sanar. Para el bien de mis potenciales pacientes, mi costado galeno hacía agua por todos lados y yo fui dejando de ir a las clases, iba al bar a leer, porque no me animaba a decir en mi casa que estaba largado la carrera, entonces simulaba yendo a la facultad. Ahí, en ese bar de Ciudad Universitaria, de donde se veía el camalotal de la orilla del río, leí la literatura que me ayudó a juntar mis cabos sueltos, que me convirtió de a poco en persona y me dio ganas de escribir.
Casi un año sostuve la mentira que me salvó la vida. Después se destapó la olla en mi casa, hubo problemas. Al tiempo, cuando anuncié que quería escribir y estudiar Letras, los mandé a mis padres a ver la película “La sociedad de los poetas muertos”, donde un chico se suicida porque no lo dejaban estudiar teatro. Fue una psicopateada grande pero funcionó. Todavía los veo a papá y mamá, recién llegados del cine, pálidos en el marco de la puerta de mi cuarto, diciendo casi al unísono que tenía que estudiar lo que yo quisiera, que era importante seguir la vocación. Después estudié Letras, empecé a escribir, a dar clases, a trabajar. Al principio debajo de la camisa se me transparentaba la remera de Pink Floyd.