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La adorable levedad de las listas

No sé si atribuírselo a cierta debilidad de carácter, o a un defecto del entendimiento, pero con el paso del tiempo me encuentro cada vez más seducido por las listas.

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No sé si atribuírselo a cierta debilidad de carácter, o a un defecto del entendimiento, pero con el paso del tiempo me encuentro cada vez más seducido por las listas. No hablo, por supuesto, de la lista del supermercado –aunque pensándolo bien...–, pero frente a la más mínima insinuación me descubro confeccionando listados de todo tipo: de los mejores recitales que vi en mi vida, de las mejores películas de la década del 90, de los mejores libros para leer en vacaciones. Hago listas para mí, para mi familia y para mis amigos. Tal vez esta pequeña desviación tenga que ver con la misma neurosis obsesiva que me predispuso a ordenar mi biblioteca alfabéticamente y en secciones (ficción, no ficción, antologías, historia, filosofía) y a llevar dos copias numeradas de ese catálogo, uno en la computadora de mi trabajo y otra en la de mi casa. Aunque lo más probable es que todo esto tenga que ver con que nunca pude vanagloriarme de mi buena memoria, y que para recordar lecturas hechas o películas vistas me veo siempre obligado a mantener un registro y... elaborar diversos tipos de listados.
Pero no es mi intención hacer aquí un elogio de mis obsesiones, sino hablar de dos libros que acaban de aparecer y que, de alguna manera, ofrecen una coartada perfecta a cualquier amante de las distracciones livianas y las ocupaciones inútiles: 1001 libros que hay que leer antes de morir (Grijalbo) y Películas clave de la historia del cine (Robinbook).
El primero es una adaptación de José-Carlos Mainer del mismo libro publicado en inglés: Mainer mantuvo el espíritu de la edición anglosajona y, a la vez, incorporó una buena cantidad de obra de autores hispanoamericanos. El lector local no podrá evitar la tentación de ver cuál es el peso del seleccionado literario argentino en el resultado final. Y digamos que no encontrará grandes sorpresas: Sarmiento, José Hernández, Arlt, Borges, Cortázar, Mujica Láinez, Sabato, Marechal, Puig, Saer, Soriano, Tomás Eloy Martínez y, un poco más acá, Piglia, Aira e incluso Fresán. Unos veinte libros en total: cantidad nada despreciable. A pesar de mínimos detalles, insalvables en un libro que comienza con Las mil y una noches y termina con Sábado de Ian McEwan (¿cuatro títulos de Virginia Woolf y apenas uno de William Faulkner?), las concesiones a la literatura de masas son pocas –la inclusión de Paulo Coelho, Isabel Allende y Carlos Ruiz Zafón–, y la selección se inclina por las preferencias del estrato sociocultural que los anglosajones llaman midcult.
En el prólogo del segundo libro, Películas clave..., de Claude Beylie, vuelve a hacerse hincapié en la imposibilidad de agotar una historia como la del cine o la literatura en un solo volumen. La idea es, más bien, suministrar una lista ordenada de “películas esenciales que señalen un cambio en la historia o la técnica, o sean testimonio del estado espiritual de una época”. El tomo, estructurado en cinco subsecciones (El arte mudo, La edad dorada del cine sonoro, La posguerra, Las nuevas olas y Tendencias contemporáneas) abre, como no podía ser de otra manera, con La llegada del tren, de Louis Lumière, y se cierra con Mulholland Drive, la última pesadilla de David Lynch. Cada filme se encuentra acompañado de un breve comentario, y en algunos casos con agregados de trivia e información contextual.
Queda claro no se trata de libros para eruditos o lectores excéntricos, pero el resultado no deja de ser satisfactorio. Y el fetichista amateur encontrará, en cualquiera de ellos, un perfecto objeto de deseo.