La pregunta se multiplica una y otra vez. Hartos de ochenta días de tensión permanente, con el Gobierno jugando a tirar siempre su última concesión y las entidades del agro amenazando subir un grado más en la escala del conflicto. Lo cierto es que, de un lado y de otro pero sobre todo en territorio neutral, los interrogantes apuntan a un solo dato: ¿cómo seguirá la historia cuándo la normalidad reine? En una larga negociación, la complejidad no se da por la materia a tratar sino por la intensidad puesta en cada movimiento. Así, mirar para adelante será mucho más difícil.
La economía se ha fugado a uno de esos casos de manual en el que el empate técnico implica que todos pierden algo. El campo suma en su haber el logro de aglutinar en un frente común años de disputas e intereses microsectoriales, poniendo un freno a avances futuros del fisco en sus bolsillos. Pero la lucha ha sido larga y los ánimos no son los mejores para concitar inversiones.
El Gobierno, por su parte, ha logrado mantener a flote el derecho a establecer retenciones, redistribuir ingresos y mantener fuera de la agenda el dilema distributivo-productivo que implica gravar al sector más competitivo del país.
Una tregua no es más que una fase en una larga negociación. La incógnita viene por la bifurcación del camino. Alejandro Zamprile, profesor de Negociación del IAE, ve dos caminos factibles: el acuerdo camuflado en el que todos ceden sin decirlo claramente y la profundización de la disputa abarcando nuevos frentes de combate y augurando una victoria pírrica para los contendientes. En el primer caso, se necesitan nuevos interlocutores ya que la confianza se rompió varias veces. Lo personal ya tiñe lo funcional, pero la búsqueda de nuevos puentes es una tarea en la que ya están abocados de ambas partes. Y la guerra prolongada, con nuevos campos de batalla (como ahora el acoso judicial a los ruralistas o el escrache a los gobernadores e intendentes), dependerá del conteo de fuerzas propias y ajenas para ver quién tiene más aguante.
Escenarios. El acuerdo será el escenario factible si el Gobierno percibe una realidad contante y sonante: la caída en la recaudación y el frenazo económico. Ambos factores apuntan a los pilares del éxito político anterior: la caída del desempleo, el aumento del consumo y la gran caja fiscal que disciplina a los barones del Conurbano y a los díscolos gobernadores. Algunas señales ya se produjeron la semana pasada, cuando los rumores de nuevas medidas monetarias para detener el drenaje de divisas y depósitos bancarios produjeron el efecto inverso: los alentaron aún más. La crisis de 2001 colocó un termostato muy sensible en todo el sistema financiero. De nada sirve explicar que los US$ 50 mil millones sirven para comprar toda la base monetaria más los depósitos, o que los bancos no tienen que devolver dólares sino pesos en caso de corrida. La historia económica argentina reciente sustenta la creencia de que luego de seis años buenos, puede tocar una caída. Instinto de conservación al 100%, análisis de indicadores, al 0. Son las cuentas que aún siguen llegando, junto con la violación de los contratos en empresas de servicios o la pesificación asimétrica, de los atajos elegidos para salir del laberinto de la convertibilidad.
En todo este proceso queda a un lado cualquier proyección de largo plazo. Las distorsiones fiscales puestas sobre la mesa indican que no se revisan tres conceptos tomados como naturales: la redistribución, la coparticipación impositiva y la coordinación entre Estado y privados. Cobrar impuestos a quienes más tienen no es lo mismo que hacerlo a quienes más producen. En este caso, toda la teoría económica de cualquier escuela indica que la que tiene que tributar es la tierra y no la producción. Quizás es por eso que los campos han subido, en algunos casos casi 300%, en dólares, sobre los valores del 2001, convirtiendo a muchos chacareros medianos en cómodos rentistas en sus pueblos. La diferencia, sutil, es que quien cobra las retenciones es la Nación y así limita el impuesto inmobiliario provincial. Igualmente, una presión fiscal combinada para el agro de casi 55% (40% más que el promedio de la economía), grava al sector más dinámico, minando la capacidad de crecimiento de la economía en su conjunto si no son destinadas a inversiones todavía más productivas. Los US$ 4 mil millones que se proyectan para el tren bala o los casi US$ 3 mil millones que insumiría anualmente la importación de combustibles para subsidiar la generación eléctrica, permiten cuestionarlo seriamente.
Para validar la firmeza con que el Gobierno defiende su ansiedad fiscal debería mostrar un plan en ejecución de infraestructura vial, portuaria, ferroviaria y energética que hoy brilla por su ausencia; coordinar la competencia impositiva con las provincias, una disposición constitucional adeudada desde 1995. Pero sobre todo, exponer al sector generador de beneficios como un modelo exitoso de creador de valor social y no contrario a los intereses de la comunidad. Mientras esto no ocurra, el encono de los productores y las dudas de los ahorristas tendrán de dónde aferrarse.