En un curso en el IDES, a principios de los 90, Adolfo Canitrot, protagonista del fallido intento de estabilización del Plan Austral, hablaba del doloroso proceso de aprendizaje que la sociedad argentina y su dirigencia habían realizado, a partir de sus errores, sobre qué cosas no hacer en materia macroeconómica. Pero, lamentablemente, al parecer, poco hemos aprendido.
Si el ciclo que inauguraron Menem-Cavallo en los 90 tuvo el sello del liberalismo, el que cierran CFK y Kicillof tiene la marca del populismo. La alternancia liberal-populista ha condenado a nuestro país, ya no sólo al subdesarrollo sino al retroceso permanente en los últimos cuarenta años.
Hacia el futuro, la Argentina afronta una certeza y una duda. La certeza es una buena noticia: el modelo populista está agotado por la falta de recursos y el nivel de los desequilibrios acumulados y es esperable que, con el fin del mandato de CFK, comience su entierro. La duda tiene que ver con lo que vendrá. ¿Inaugurará el nuevo presidente un nuevo ciclo liberal? ¿O tendrá la capacidad de dar lugar a una síntesis razonable superadora de esa antítesis?
Alguien podría sospechar que ese sea un miedo infundado porque, como decía Canitrot, hemos aprendido de los errores de la convertibilidad, y nadie hará una política liberal a la vieja usanza. Pero esto no está garantizado.
Hay urgencias de corto plazo (normalizar la economía) que nos van a distraer, por lo menos durante los dos primeros años de la gestión del futuro gobierno, de las cuestiones importantes de largo plazo: qué Argentina queremos ser y cómo lograrlo.
Para eso deberemos emprender tareas complejas: ¿cómo diversificar nuestro aparato productivo? ¿Qué apuestas estratégicas sectoriales vamos a realizar como país? ¿Cómo conciliaremos la existencia de una economía abierta con la supervivencia de sectores de menor productividad que sostienen una parte importante del empleo?
Que debemos recuperar más mercado, eliminando las trabas, controles y restricciones que vienen ahogando la actividad empresarial y pervirtiendo burocráticamente el sistema económico es obvio para todos (excepto para el Gobierno). Pero ¿qué rol le asignaremos al Estado en esa Argentina con más mercado? Hay quienes pueden creer, aún hoy, que el mercado por sí solo nos conducirá al desarrollo. Y que, a lo sumo, alcanza con políticas “soft”. Se equivocan. El Estado tiene una responsabilidad fundamental en el desarrollo económico y hay que reconstruir su capacidad para intervenir inteligentemente. Pero no debemos confundir la centralidad del papel del Estado en determinar patrones de especialización virtuosos con el estatismo vulgar del que hizo abuso el Gobierno K.
El debate sobre el papel del Estado en la economía es una cuestión abierta. Hay consenso en las políticas que corrigen fallas de mercado (como el financiamiento para las pymes) y en las horizontales que no discriminan entre sectores y actividades productivas (como las regulaciones sobre condiciones de creación y cierre de empresas). Esas políticas son importantes, sin embargo, son las intervenciones verticales, las que apuestan a crear capacidades, en ciertos sectores las que determinan el sendero de desarrollo de un país. Estas son las que generan ruido en el mainstream de los economistas, porque implican elegir ganadores, haciendo uso de incentivos sectoriales que modifican las rentabilidades relativas dadas por el mercado. Es cierto que son las más riesgosas y difíciles de gestionar, porque implican apuestas, porque el Estado puede llevar adelante selecciones fallidas, porque puede haber captura por parte del sector privado, porque hay en juego dineros públicos. Pero, no nos equivoquemos, son esas intervenciones las que hacen la diferencia en materia de cambiar el perfil productivo de una economía y maximizar su potencial de aprendizaje. Como dice Isaacson en Los innovadores, “muchos de los hitos tecnológicos capitales del siglo XX –como las computadoras, la energía atómica, el radar e internet– se fraguaron en el Ejército”. El financiamiento necesario para llevar adelante el proceso de experimentación y aproximación sucesiva de los académicos universitarios hasta dar con estos adelantos tecnológicos fue provisto por el Estado. De otro modo, estas innovaciones no hubieran tenido lugar, porque bajo la lógica de rentabilidad del sector privado no se puede sostener una inversión tan costosa de un proceso de resultado tan incierto.
Y tampoco hay que remontarnos a lo que hizo Corea en los sesenta para tener ejemplos. Hoy España está entre los líderes mundiales en energías renovables porque hubo una política de subsidios a empresas privadas durante muchos años que generó capacidades en este sector, que de otro modo no podría haber competido con la rentabilidad de las energías fósiles. Ciertamente, en el camino hubo muchas anécdotas, casos de fraude de gente que declaraba campos con energía solar donde había un páramo, pero al final quedaron empresas de clase mundial con tecnologías de punta. Y en nuestro país, la reciente construcción de satélites llevada adelante por Invap (provincia de Río Negro y Comisión Nacional de Energía Atómica) con el apoyo de la NASA y otros socios extranjeros y el desarrollo de radares para la Fuerza Aérea, que empezó Invap en 2002 por decisión del en ese entonces ministro Lavagna, también son ejemplos de resultados alcanzados con inversión pública.
Por eso la respuesta a la pregunta de qué papel le asignaremos al Estado en esa Argentina con más mercado es crucial.
La alternancia liberal-populista no es un temor infundado, surca la historia argentina y se repite como un eterno retorno. Lamentablemente, el optimismo de Canitrot en los primeros 90 sobre “el doloroso proceso de aprendizaje” alcanzó sólo a algunos. Por eso, los argentinos, que pondremos fin al populismo a fin de 2015, debemos estar atentos a que lo que empiece no sea una nueva etapa de la ilusión liberal que volvería a postergar el desarrollo del país.
*Economista.