Ya sé que es una exageración. Porque cada cosa en su lugar, ¿no? Pero el problema de Cristina Fernández de Kirchner es, si no bastante parecido, a lo sumo comparable con los que aquejan a Virgina González Gass (la rectora del Nacional Buenos Aires, tomado por sus alumnos) y a Alicia Martínez (la profesora de Historia maltratada por sus alumnos, luego expulsados del Comercial 19 de Caballito). Es decir, su autoridad no está pasando por el mejor momento, que digamos.
Anteayer, mientras la Presidenta le entregaba la bandera nacional al basquetbolista Manu Ginóbili para que el equipo olímpico argentino la defienda bien en Beijing, un grupo de chicos que asistían al acto alzaron unos carteles que decían: “Viva el campo”. Traviesos, los pibes.
A esa misma hora, en el Congreso de la Nación, los diputados oficialistas (leales, los muchachos) aún no lograban abrir la tranquera del quórum para tratar el polémico proyecto de las retenciones móviles.
Los chicos de los cartelitos abandonaron la Casa Rosada sin reprimenda alguna.
Muchos diputados K, en cambio, ya estaban hartos de las presiones telefónicas de Néstor Kirchner y Oscar Parrilli para que no siguieran haciendo concesiones y definieran así como estaba el debate en el recinto.
Obsesionado por servirle el quórum en bandeja a la jefa, Alberto Fernández debió convencer a Felipe Solá, el nuevo “traidor” del esquema K. Y el resultado final de la votación (129 a 122) no permite prever que la máquina de alzar manos vuelva a estar en el futuro tan aceitada como lo estuvo durante todo el mandato de Don Néstor.
A lo largo de la guerra de nervios contra el campo, tanto Cristina como su marido pusieron el acento en que estaba mal protestarle a una presidenta electa por casi el 47% de los sufragios populares, tratando de que se pierda de vista que el otro 53% había apoyado a otros candidatos en octubre de 2007. La minúscula mayoría lograda ayer en Diputados debería poner a pensar a los Kirchner que de tanto “si no me hacés caso te destruyo” y “si me ganás, te mato”, fueron diluyendo su popularidad primero y su poder institucional después, sin que nadie termine de entender todavía el porqué de esa estrategia autodestructiva.
Al cabo de estos cuatro meses bien intensos, el aspecto más deteriorado del poder pingüino terminó siendo el mayor logro del primer mandato: el principio de autoridad, reestablecido tras la crisis del “que se vayan todos” un poco por el transitorio Eduardo Duhalde y mucho más por el electo Kirchner.
Fue el propio Gobierno (y no los chacareros que cortaban las rutas, incluidos los de más dudosas credenciales democráticas) el que se metió en este lío poniendo en juego la autoridad y la legitimidad de Doña Cristina.
El hecho de haberle dado trabajo al Congreso recién superados los cien días del conflicto generó la idea de que, más que una ley, estaban plebiscitando la autoridad de la Presidenta.
Fue un verdadero festival de tosquedades donde Kirchner siempre se reservó el protagonismo principal, y los D’Elía y las Bonafini aportaron lo suyo.
Resultado:
*La flexibilización del proyecto oficial implicó la flexibilización de la autoridad de Cristina.
*Los quiebres y rajaduras en el kirchnerismo parlamentario significaron heridas gravísimas a la autoridad de Cristina.
*Las tensiones en la alcoba del poder (la Presidenta le gritó a su esposo hace una semana, en El Calafate: “¡La Presidenta soy yo, carajo!”, tal cual consignó ayer PERFIL en su título principal de tapa) lastiman la autoridad de los dos, pero la autoridad más importante es hoy la de Cristina, más allá de lo que pretenda el caballero.
En toda organización humana existe un principio de autoridad, sin el cual nada funciona bien. Hasta ahora, nadie pudo imponer un sistema mejor. El problema es que infinidad de líderes han sucumbido a la tentación de creer (o hacer creer) que la preservación de esa autoridad en términos personales es la razón de ser última de esas organizaciones.
Los Kirchner, queriendo o sin querer, lo confundieron todo. Al punto de no saber, por ejemplo, si ayer el Congreso votó pensando en la Argentina, en un gobierno, en un matrimonio, en una señora o en los cargos y fondos ofrecidos.
El principio de autoridad está dañado en todas las líneas. En el Nacional Buenos Aires. En el Comercial 19. En las rutas. En la cancha. En el Gobierno. Cristina, Virginia y Alicia sufren, en el fondo, el mismo mal.
Una sola de ellas fue votada para, entre otras cosas, administrar reglas de juego y servir de ejemplo para todos.