Un libro de Paul Veyne nos sugiere algunas reflexiones, se trata de Quand nôtre monde est devenu chrétien (312-394) (Cuando nuestro mundo se hizo cristiano). El historiador francés, especialista de historia antigua y uno de los más importantes analistas del tema por sus estudios del Imperio Romano –además de guía de Michel Foucault en todo lo relativo a sus libros sobre la ética antigua– construye un relato erudito sobre la conversión del emperador Constantino al cristianismo. Lo considera un visionario que supo diagramar una política moderada, un pragmatismo tolerante, que hizo posible que la religión cristiana se consolidara gradualmente en un mundo en el que más del noventa por ciento de la población era pagana.
Sin la acción de Constantino, el cristianismo no habría sido más que una secta de vanguardia. El emperador no impuso la nueva religión por la fuerza ni intentó llevar a cabo campañas de promoción de la buena nueva. No hizo más que hacer respetar su devoción, que tomó como un asunto personal. Aquel día del año 312 en el que Constantino se presentó a librar una batalla con el crisma en los escudos, las dos primeras letras del nombre de Cristo y así, se iniciaba una nueva era.
No se sabe la causa de la conversión de Constantino. Fue una decisión privada en nada determinada por alguna necesidad social o epocal. Es una caja negra de su psique a la vez que un capricho personal, un ejemplo de lo que Veyne llama la banalidad de lo excepcional. El paganismo estaba en crisis hacía siglos y su decadencia era lenta, a la vez que parecía irreversible. Era una religiosidad envejecida. A pesar de eso, el mundo entero que cubría el imperio seguía siendo politeísta a la manera de siempre.
Constantino marcó un período de convivencia entre paganismo y cristianismo que muestra que no fue su inmortalizado sobrino Juliano el Apóstata, preferido por los librepensadores, el único que supo contemporizar en un mundo de diferencias.
Para el ateo Veyne, el cristianismo es una obra maestra de la imaginación creadora de la humanidad. Sostiene que bien puede pensarse en una meritocracia en las evaluaciones de las religiones como existe en los juicios acerca de las obras de arte. Desde ese punto de vista, considera espiritualmente superior al cristianismo respecto del paganismo.
El cristianismo es una novedad histórica, una invención y una revolución cultural. En nada necesitaba el emperador al cristianismo para unificar o legitimar a su imperio. Roma ya estaba legitimada y consolidada hacía mucho tiempo. Nadie dudaba del derecho imperial romano a dominar el mundo, hasta tal punto que se podía luchar por su conducción pero no por la identidad de la empresa.
El paganismo ofrecía a los hombres una relación ocasional con dioses que por lo general estaban más ocupados consigo mismos que con sus adoradores. Por el contrario, el cristianismo era una religión intensa, pasional e íntima, que no sólo ofrecía un significado eterno, una cosmovisión y un proyecto cósmico, sino además un interés puntual por cada una de las almas.
Poco a poco, el cristianismo fue tornándose atractivo por conveniencias políticas. Los cristianos tenían acceso a las orejas del poder. Nada era más eficaz que la mediación de un obispo si se quería llegar a la máxima autoridad. Dice Veyne que para precipitar el fin del paganismo, fueron mucho más importantes las ambiciones políticas y el peso de los contactos con el poder que la legislación imperial o el cierre de los templos paganos.
Religión de elite, competía con las creencias del Senado, entidad de alta jerarquía que regenteaba lo que era una especie de Vaticano pagano constituido en Roma. Más tarde, la religión se hace masiva con el encuadramiento de sectores de la población, y no por suma de conversiones individuales, y con la incorporación de los campesinos.
Esta masividad baja la tensión del fervor elitista y la nueva religión se convierte en una creencia tranquila, una especie de conyugalidad cultural regida por la costumbre luego de una fase pasional. De secta se convierte en iglesia, la diferencia reside en que una persona “elige” entrar a una secta pero “nace” en el seno de una iglesia. Nacer cristiano llevó un cierto tiempo.
Veyne dice que la costumbre es fundamental para el funcionamiento de las religiones, ya que sensibiliza la religiosidad espontánea y se impone por un sentimiento de respeto y por un sentido del deber. La costumbre no tiene otra razón de ser que su mera existencia.
Permite así una religiosidad basada en lo que Veyne llama “presentimiento”, es decir, la relación de indiferencia parcial con la religión, una adhesión lejana. Existe una distribución en el teatro de valores que tiene variados grados de intensidad. No se es religioso con un grado de emoción diaria de alto voltaje, la fe también se administra.
Nuestro historiador afirma que las interpretaciones sobre el hecho histórico de la religión padecen de un exceso de psicologismo o de un sobrante de racionalismo. Una religión no deriva del miedo a la muerte, no es una astucia psíquica.
Así como el alcohol no hace a un Poe, el miedo a la muerte no nos da un San Pablo, ni un Constantino. Existe la creatividad imaginativa en la invención de las religiones. Tampoco la religión es un derivado social con un fin utilitario, no se fabrica una religión para anestesiar a un pueblo. Para Veyne, la noción de ideología que es panexplicativa. Expresa una ilusión intelectualista. Los pueblos no son individuos que actúan luego de haber asimilado el contenido de un mensaje. Más importante que las fraselogías y las bellas palabras son las vivencias silenciosas, el peso tácito de lo cotidiano y el habitual gusto por los ideales.
Las ideologías sólo convencen a los convencidos. Veyne dice algo más, para él la función de la ideología no es convencer sino agradar, producir placer. Las ideologías mejoran la imagen que tenemos de nosotros mismos, no sólo legitiman rebeliones sino justifican la superioridad de los dominadores y transmiten a los dominados que no se equivocan al obedecer.
Hay un fantasma que recorre la historia, se llama conformismo, y es mucho más sutil de lo que se cree. Tiene a su favor los sistemas de normalidad, el principio de mediocridad cotidiana, las indiferencias parciales, los rituales de solemnización de las autoridades, las modas, la repugnancia y la estupidez.
Por la repugnancia –síntoma digestivo de la estupidez–, Veyne explica el antisemitismo inaugural de los cristianos en aquellos primeros siglos, cuando el judío carecía de una clara identificación. Ni ateo ni hereje, era repugnante aquello que sin ser ni carne ni pescado –especie intermedia como el marisco– presentaba una identidad difusa. Daba asco.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).