Nos entretuvimos el fin de semana mirando una miniserie de espionaje, adaptada de una novela de John Le Carré, The Night Manager, cuyo protagonista es un gélido gerente de hotel reclutado por agentes de inteligencia para infiltrarse en una red de venta ilegal de armas que opera con la complicidad de la CIA y del MI6. La serie es a la vez encantadora, estúpida, siniestra y aterradora: la primera parte tiene que ver con el casting, las locaciones, la musicalización. La segunda parte tiene que ver con una forma de entender el mundo que ya cansa: no hay imaginario que explique por qué alguien compra clandestinamente armas, por qué alguien las vende y por qué alguien las usa.
Liberada la guerra y el terrorismo de toda relación con las condiciones de existencia de las personas (llámeselas capitalismo, estados coloniales, subdesarrollo o tiranía) el asunto se resuelve en un enfrentamiento banal entre el Bien y el Mal. El malo del asunto, luego de probar ante su comprador las armas de destrucción masiva que le ofrece, dice: “nada tan bonito como el napalm en la noche”. El enunciado cita a otro en una película célebre, pero lo desvirtúa. No quiere decir que se ha estetizado la violencia hasta un punto de locura sin retorno, sino que el Mal no tiene explicación racional (que no es su justificación) ni manera de ser imaginariamente vivido. No hay forma de terrorismo mayor que ése: decirnos que nos matan porque sí y no por un proceso de expansión capitalista contra el cual se pudiera protestar.