Según parece, durante la última semana hubo una cantidad de señoras y señores influyentes en el ámbito de los medios que anduvieron de debate por Buenos Aires alrededor de esto de la presunta batalla entre productos periodísticos convencionales y todo aquello que se suele simplificar bajo el rótulo de digital.
Disertaciones interesantes, ocurrencias incomprobables que convierten a sus presentadores en gurús de las comunicaciones, premoniciones reveladoras, sentencias preocupantes, varios certificados de defunción y unas cuantas partidas de nacimiento. Un poco de todo. Nada que vaya a suceder de inmediato y mucho que indudablemente ya está empezando a pasar.
Y en algún rincón del festival del power point y la estadística online, el contenido. Ese maldito concepto que, a esta altura, parece ser el verdadero bastión de resistencia del periodismo tal cual se lo conoce.
Nuestro tiempo enloquece corriendo detrás de términos como tráfico, hits, likes, vistas, y nadie que se precie de contemporáneo debe cometer la torpeza de preguntarse demasiado si no nos sigue importando lo que hay detrás –o delante– de cada una de las cosas que consideramos tendencia del minuto a minuto del periodismo en tiempo real.
Está claro que hay muchos más diseñadores capaces de copiar a Van Gogh con un programa de computación que cultores finos de la pintura impresionista. Tan claro como que, jamás, uno llegará a ser el otro.
Algo de eso sobrevuela al periodismo. Con el agravante de que, detrás de la generación indiscriminada e histérica de contenidos urgentes, se pierde el registro de que los periodistas y los medios damos forma a eso que se llama opinión pública. Y es decididamente preocupante que nuestros pueblos se convenzan de que lo importante, lo trascendente y lo decisivo a nivel informativo es sólo aquello que un editor web decide que debe permanecer “arriba y a la izquierda” porque tuvo ocho páginas abiertas más que aquello otro que desaparece después de languidecer un par de horas “abajo y a la derecha”.
A propósito de contenidos, apenas Messi oficializó el silenzio stampa del cual se venía hablando desde bastante antes del comienzo del partido en San Juan, sólo dejamos de hablar de gente pequeña para cuando consideramos que era tiempo de discutir sobre si el partido con Chile (¡¡¡de marzo de 2017!!!) debería jugarse en la Bombonera o en el Monumental. Sólo de a ratos dejamos estos asuntos tan profundos para dedicarnos a polemizar sobre las carreras de galgos.
¿En qué lugar del criterio editorial, de la selección de contenidos, quedó la decisión de dejar en un rincón el análisis de un partido que, si nos descuidásemos, podría esconder alguna trampa indeseable pensando en el futuro?
Está clarísimo que es mucho más fácil dedicarse a convertir en verdad relevada un rumor surgido de una de esas “fuentes inobjetables” que nunca hablan y nadie conoce o chillar en nombre del negocio que se nos cae (?¿?¿) que intentar explicar una idea, una forma de jugar y esas cosas.
Nadie puede determinar que “la gente” sólo quiera leer sobre la miseria de personas a las que un micrófono o una cámara se le cruzan por la vida como quien encuentra un billete de lotería premiado en la calle sin haber pisado jamás una casa de apuestas. Muy por el contrario, dudo mucho de que Jorge Valdano desde España, Gary Lineker desde Inglaterra o Ezequiel Fernández Moores, Diego Latorre o Juan Pablo Varsky desde la Argentina escriban cuestiones marginales para esa “gente” que, nos quieren hacer creer, deja todo para atender aquellas guturalidades.
Casi como una nota al pie, no caigan en la trampa de imaginar sólo un par de nombres y apellidos para graficar los ejemplos. Con distintos tonos pero similar consistencia, la tendencia va recorriendo los barrios.
¿Qué tipo de fenómeno determina que importen más denuncias que nacen de un chimento que compartir con el público las dudas que puede dejar un partido mucho mejor ganado que jugado? ¿Realmente importan más o será que compramos definitivamente las caricaturas y nos creemos que son, en el peor de los casos, inocuas? Entre tantos defectos de fábrica que tengo, está el de jamás minimizar el asunto de esta gente que ocupa espacios que no merece, que enchastra, o para los que jamás se preparó.
Podrán pasar los años, cambiar los paradigmas y modernizarse los recursos pero la verdad, el decoro y la capacitación seguirán estando de un lado del periodismo, y la mentira, la transa y la ignorancia seguirán estando del otro.
Por cierto que corresponde detenernos en la decisión de los futbolistas, que, para mi gusto, debería ser mucho más consecuencia de algunos episodios puntuales –el de Lavezzi a la cabeza– que de la acumulación de faltas.
Una medida similar adoptó el plantel dirigido por Passarella en el Mundial 1998. Y registro como el punto de partida de este tipo de circunstancias al legendario silenzio stampa de los muchachos de Enzo Bearzot camino al título ganado por Italia en 1982. Justamente aquel episodio es el real testigo de la historia. No dudo del problema que la medida le trajo a la prensa italiana. Sin embargo, nada importó más que la reformulación de un equipo que empezó siendo un espanto y concluyó campeón.
Tampoco hace falta algo tan extraordinario como un título mundial para comprender una lógica rabiosa: jamás puede importar más lo que diga un deportista que lo que haga un deportista.
Lo ideal es que ambos asuntos puedan convivir. Pero admitamos que, desde hace años, nos fuimos del otro lado y los protagonistas salen en la tele y en la radio mucho más hablando que jugando.
Esos protagonistas que, hoy, dejaron la pelota en nuestra cancha. Y no sólo no sabemos qué hacer con ella, sino que las únicas respuestas que podemos dar son individuales. Respuestas que jamás garantizarían que la porquería no vaya a repetirse. Muy por el contrario, las perspectivas son las de berretada en aumento.
También queda el perjuicio directo de aquellos compañeros de trabajo que se dedican específicamente a ser un puente entre nuestros cracks y todos nosotros. Ellos, aun navegando a veces cerca de las aguas de la obsecuencia, son víctimas directas de la halitosis conceptual de personas que, en algunos casos, hasta son sus compañeros de trabajo. O sus jefes.
Párrafo al margen para los responsables de los productos en los que se mezcla lo más bochornoso con lo más capacitado del oficio. Sería bueno que alguna vez se entendiera que el periodismo lo ejercemos personas y no muñecos de plastilina. Y que ellos pensaran nuestro trabajo desde la lógica del enfermo que entra en un quirófano: ¿cómo reaccionarían si al mejor cirujano lo acompañara un anestesista que en lugar de una jeringa llevara en su mano un martillo?
Más de una vez, gente a la cual respeto y aprecio me quiso hacer entender que hay varias formas de hacer periodismo. Y desde una postura entre mesiánica y de cascarrabias me costó comprender que tienen razón.
Hasta cierto punto.
El límite está en el valor de la palabra.
Hay distintas formas de hacer periodismo.
Jamás desde la mentira y la difamación.