Es difícil encontrar un libro reciente tan encantador como Mis premios de Thomas Bernhard, que el autor pensaba publicar antes de su muerte en 1989, pero vio la luz recién veinte años más tarde. Es una obra corta, compuesta por nueve crónicas que narran las circunstancias en las que Bernhard recibió distintos premios literarios, más la transcripción de tres de los discursos pronunciados en ocasión de recibirlos y su renuncia a la Academia de Lengua y Poesía alemana.
Aunque esta descripción hace pensar que se trata de un libro hecho de retazos, hay una unidad muy sólida entre sus partes. La sucesión de los premios permite establecer una autobiografía abreviada de Bernhard durante los 25 años que lo transformaron de un poeta pobre e ignoto en un autor famoso y en un dandy ocupado en denunciar las costumbres y los personajes del mundo cultural de su época.
En ese contexto, los premios constituyen un punto importante en ese discurso furibundo y contradictorio de Bernhard, que hizo rabiar a los funcionarios tanto como deleitó a sus lectores. El problema que el escritor tenía con los premios era sencillo: le complacía recibir el dinero, pero odiaba tanto a quienes los otorgaban como al hecho en sí. “Pero los premios, en general, no son ningún honor, decía luego, no hay ningún honor en el mundo entero. La gente habla de honor, pero se trata de una infamia, sea cual sea el honor de que se hable”, escribe Bernhard en su típico estilo rumiante. “Todo era repulsivo, pero yo me encontraba más repulsivo que nadie. Odiaba las ceremonias pero participaba de ellas, odiaba a los que daban premios, pero aceptaba las sumas de dinero.” Para aliviar su culpa, en esas ceremonias se dedicaba a insultar a las autoridades y a repudiar la costumbre misma del Estado de ayudar a los artistas. “La cháchara de los escritores en las salas del Hotel Kleindeutschland es, sin duda, de lo más repulsivo que cabe imaginar. Pero apesta de forma más apestosa todavía si está subvencionada por el Estado. ¡Lo mismo que, en general, todo el vaho actual de las subvenciones apesta al cielo! Los poetas y los escritores no deben ser subvencionados, sino ser abandonados a sus propias fuerzas.”
La última frase, leída en la Argentina contemporánea, donde cualquier palabra contra el Estado es interpretada como parte de una ofensiva destituyente del neoliberalismo, suena un poco herética. Es cierto, por otra parte, que hubiera sido bueno que el Estado se ocupara de Antonio Di Benedetto, de Carlos Correas o de Rodrigo Tarruella, para citar tres ejemplos de personas abandonadas a su suerte. Las invectivas de Bernhard tienen igualmente su peso. El momento más divertido del libro es aquel en el que recibe un premio nacional que resulta no ser el mayor, sino el que se otorga a las jóvenes promesas. La humillación en ese caso, es doble. Por no haber recibido el premio más importante y por estar en mala compañía: “Los muchos jóvenes escritores de dramas radiofónicos, de veinte años y veintidós años, vestidos a la moda, que me había encontrado en la calle, habían recibido todos el Premio Nacional”. Pero Bernhard narra una humillación aún peor: resulta que el premio no era de los que se otorgan espontáneamente sino de los que requieren que el candidato se presente a un concurso para recibirlo. Bernhard les jura a sus lectores que él jamás lo habría hecho y que fue su hermano el que llevó un manuscrito al ministerio correspondiente.
Ahora, imaginemos lo siguiente. Un escritor orgulloso de su talento se somete al jurado de una de esas distinciones que no son del todo honoríficas justamente, porque han sido otorgadas en muchos casos a toda suerte de mediocres y trepadores. Pero resulta que, para colmo, ni siquiera gana. Ha ocurrido alguna vez.