“No hay amor más sincero que el amor a la comida.”
George Bernard Shaw
Al final, argentinísimos hasta la muerte, nos la pasamos hablando de comida durante los últimos cuatro meses.
De la producción de la comida.
De la distribución social y comercial de la comida.
Del precio final de la comida, que el INDEC registra a gusto y piacere.
De la distribución social y comercial de la comida.
Y de cómo comernos los unos a los otros, de postre.
Cristina dijo que se volvió maestra en carnes, soja y trigo.
De Angeli dijo que el lomo debe costar 80 pesos, porque Tabaré lo hizo y hay carne en las mesas de todos los uruguayos.
Los partidarios de Cristina dijeron que la leche derramada no será negociada.
Los seguidores de la Mesa de Enlace –en la Argentina casi todo sucede alrededor de una mesa– dijeron que Cristina no entiende un pepino de la soja ni de la carne ni de nada que tenga que ver con el campo.
Hablando de uruguayos, José Mujica, un viejo admirable que fue ministro de Agricultura y había sido tupamaro (o sea que sabe de política, de agro y de fierros), dijo que los argentinos nos quejamos de gordos y que deberíamos querernos más.
En el caso de que Don Mujica tenga razón, deberíamos considerar que, entre los orígenes de esos males, ocupan un lugar de privilegio los trastornos alimentarios del proyecto kirchnerista.
Se trata de una especie de bulimia política que llevó al matrimonio a devorarlo todo compulsivamente, para desprenderse después –con el mismo frenesí y sin que nadie lo entendiera bien, al punto de que algunos pusieron en duda el equilibrio psicológico de los gobernantes– de buena parte del “alimento” ingerido, o cooptado, como le gusta decir a Elisa Carrió, alguien que de engordar y adelgazar sabe bastante, aunque en términos estrictamente personales.
De 2003 a 2007, los pingüinos parecían comérselo todo. Frepasistas, socialistas, sindicalistas, aristas, piqueteros, empresarios, radicales... Comieron y comieron y comieron. Pero no perdices.
De golpe, este año, con el segundo mandato en marcha y el autodaño generado vía crisis con el campo y sin perder esa voracidad tan setentistamente peronista, empezaron a perder gobernadores, intendentes, socialistas, peronistas, radicales K y popularidad, mucha popularidad, demasiada popularidad. La derrota de las retenciones cerealeras en el Senado fue la coronación de un inédito proceso de pérdida de peso específico. Hay que insistir: fue autoimpuesto.
Ahora, con los dientes apretados y tantos compañeros, correligionarios, amigos y simpatizantes perdidos en apenas 135 días, Cristina enfrenta un peligro aún mayor que el generado por la pretensión de mandar a toda costa y deglutirse a medio mundo: el de no poder encarar la urgente necesidad de renovar su equipo de gobierno, por no contar con los relevos adecuados.
Una cosa era reemplazar a Alberto Fernández con las retenciones aprobadas aunque fuera por escaso margen, pero victoriosos, y otra hacerlo ahora, cuando muchos empiezan a dar la espalda. Su salida del Gobierno, más allá de las fuentes que así lo aseguran desde la información o el análisis, depende de factores más ligados a la física que a la política. El jefe de Gabinete está hecho bolsa no sólo por el cansancio: debió dar la cara por demasiados traspiés ajenos y propios.
Por otra parte –y siempre y cuando Néstor Kirchner decida desdibujar su papel, lo cual resulta ultradudoso–, ¿Cómo se consigue un ministro de Economía con la suficiente autonomía para actuar rápido y metabolizar solito eventuales desgastes, sin volver a imponerse la necesidad de que siempre la que es plebiscitada y trastabilla es la Presidenta?
Cristina necesita red. Contención. Gente fuerte, capaz y flexible. Fusibles con peso propio. Siguiendo con la metáfora bulímica, cualquier víctima de este trastorno requiere de la ayuda del núcleo familiar más íntimo, que a veces ayuda y otras forma parte del mal, y hasta puede originarlo. Es decir: la Presidenta precisa ya mismo que Don Néstor afloje un poco.
Si la opción actual es vomitar como Dios al tibio traidor de Judas Cobos –de estas metáforas el autor no se hace cargo, el copyright es de los propios kirchneristas–, los males pueden ser aún mayores. La crisis del campo permitió sacar la conclusión de que la primera mandataria no controla todo el país y ni siquiera su marido controla todo el peronismo. Ya tampoco Hugo Moyano controla toda la CGT. Ni Luisito D’Elía controla a todos los piqueteros.
No se le puede pedir a la Señora que ame a su vicepresidente. Sí, en cambio, que conviva con él por más diferente que sea, mínimamente como un mensaje de convivencia pacífica para el resto de los argentinos.
En síntesis: que digiera bien el momento, con calma y quemando grasas K con algo de ejercicio. Sería muy, pero muy saludable para todos.