COLUMNISTAS
lo frio y lo calido

La canción de la Tierra

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Un amigo muy querido que tiene casa en Tafí del Valle (Tucumán) nos invita a participar en los rituales de celebración y agradecimiento de la Pachamama y acepto de buen grado, porque estoy harto de Buenos Aires y porque, como soy una criatura de montaña (me crié en Córdoba, donde en mi horizonte siempre había un cerro), intuyo que encontraré en esa fiesta de la autoctonía el mejor remedio para mi cansancio de mitad de año.

El lugar donde nos instalamos es de una belleza sobrecogedora, enfrente del lago La Angostura. Pronto descubro que mis compañeros de aventura están dominados por pequeñas manías asociadas con los elementos de la naturaleza. Me invitan, cada mañana, a saludar al sol (ceremonia que realizan abollados contra el suelo durante un buena hora, la cara expuesta a las caricias del astro rey), a lo que me niego rotundamente, pretextando que hay cosas más urgentes que me reclaman.

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Abro la manguera y me pongo a regar el pasto blanco, quemado por la seca y los rigores del invierno. El agua tarda en salir, porque se ha convertido en escarcha. Finalmente consigo que salgan los borbotones de hielo y elijo unos diez metros cuadrados que someteré al riego diario para comprobar, cuando me vaya, los progresos del verdor.
Todos son escépticos ante mis labores y se dedican, a medida que avanza el día, a tocar ritmos monótonos en un caja sachera.

Los perros vagabundos del barrio ya me han descubierto y me siguen. Yo les doy pan duro, las sobras de la comida de la noche anterior. Se instalan en la galería, debajo de la ventana donde duermo.

A medida que se acerca la noche del 31 de julio (y la mañana del 1º de agosto), los debates sobre dónde haremos la apacheta de este año (lo que, aparentemente, me comprometería para los próximos tres). A mí me da lo mismo, porque estoy dispuesto a participar de cualquier llamado verdadero de la tierra y, de hecho, me doy cuenta de que alimentando a los perros muertos de hambre del lugar y regando el terreno ya lo estoy haciendo.

Un día salimos de excursión y en un recodo del camino descubrimos un arroyo helado: me paro sobre la costra y veo el agua correr por debajo. Estoy en remera, porque el aire está a por lo menos 26 grados. Cuando nos ven, otros turistas también se detienen para contemplar la rareza del fenómeno (lo frío y lo cálido apenas separado por una membrana delgadísima de aire). Imagino que si siguiera ese cauce llegaría a un lago de cristal, brillante, iluminado por un sol de invierno que amenaza con tragarse todo. Me doy cuenta de que ya estoy dominado por la vocación de la tierra, y que mi imaginación volvió a mi infancia, al tipo de ficciones que sólo una persona que ha crecido entre las piedras es capaz de tejer con la naturalidad de un poseído.

Ya han pasado tres días y mi cuadrado de pasto está siempre húmedo y, naturalmente, más verde que el resto. Las retamas que alguien ha plantado a lo largo de la cerca ya tienen sus primeros botones. Me gustaría quedarme para verlas florecer, pienso, mientras en mi bandeja de entrada se van acumulando correos incomprensibles (progresivamente incomprensibles y que cada hora que pasa se me vuelven más ajenos, a pesar de su tono perentorio).

Oigo, sin escuchar realmente, que a mi alrededor se desatan discusiones sobre las características de la apacheta, los agradecimientos, las promesas, lo que habría que enterrar para desenterrar el año que viene. Incluso algunos puristas, sin abandonar del todo las posiciones de yoga en las que han trabado sus cuerpos, llaman por teléfono a Buenos Aires para pedir precisiones: abrir el hoyo en la tierra es como abrirle la boca, se entrega a la tierra lo que uno quiere que termine, y para agradecer se devuelve parte de lo recibido. Coca, comida y alcohol, entre las ofrendas obligatorias (dicen los celulares). Mientras tanto, se cocina y se toma chicha. Al atardecer se tapa el pozo y se cubre con una montañita de piedras, para identificar el sitio el año siguiente.

Yo voy a agradecerle a la Pachamama, rodeado por mis perros hambrientos, sobre mi terruño regado, estos días que me devuelven a mis primeros años, cuando todo, todo me parecía posible, y no había más voces en mi cabeza que las que la tierra me dictaba.