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La cantinela de los descendientes

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Hay personas que buscan tener una heráldica que los sustente. Witold Gombrowicz, medio en serio medio en broma, se hacía llamar conde entre sus amigos argentinos con los cuales se reunía a jugar al ajedrez en el Café Rex. La descendencia no es algo que se dé sólo a través de la sangre o de los títulos nobiliarios. Los Beatles son caballeros del Imperio Británico, pero descienden más bien de la clase trabajadora y de las cavernas de Liverpool. Hace poco mi hija Ana, mientras jugábamos en un parque, me dijo señalándome a un perro blanco, viejo y cansado que dormía la mona con gran tranquilidad espiritual: “Mirá papá, un perro descendiente”. Me gustó la frase. Le pregunté por qué era un  perro descendiente. Porque desciende de los lobos, me contestó. Había algo en el perro, cierta parsimonia aristocrática a pesar de estar en situación de calle, que le daba la heráldica que mi hija le veía. En Rumble Fish, la película de Coppola, el Motociclista es denominado por sus súbditos barriales “como un príncipe en el exilio”. Es decir, que uno puede descender de verdad de una familia aristocrática o puede crearse cierta realeza que no desciende de nadie, que es pura inmanencia. Algunos colegios, como el Nacional de Buenos Aires, les dan a sus alumnos una promesa de trascendencia social. Es decir que descienden del colegio. Me acuerdo que la revista que nucleaba a los del centro de estudiantes se llamaba Aristócratas del saber. Una vez, cuando era muy chico, fui al taller literario de Isidoro Blaisten. Duré una sola clase. Estaba repleto de alumnos de ese colegio y me parecieron genios apabulladores. Uno de ellos había escrito una novela que dejaba al Sonido y la furia de Faulkner como un cuento de Poldy Bird. ¿Qué se habrá hecho de él? Llegué al taller de Blaisten porque el tipo tenía una librería en una galería de Boedo y una vez que fui a comprarle libros me di con la puerta cerrada y un cartel que decía: Cerrado por melancolía. Un genio. George Steiner cuenta en un libro que hay un cierto mal que sufren los buzos cuando descienden demasiado en las profundidades. Algo les hace creer que pueden respirar sin la escafandra y se la sacan y mueren. La descendencia no siempre es algo que te salva, ¿no? La familia de mi mujer desciende de un prócer rebelde de nuestra patria. Incluso algunos de sus tíos llevan el nombre del prócer y juran que también ciertas características simétricas en el biotipo. A veces en los asados le dan vuelta a la manivela de la descendencia. Yo, que no desciendo de nadie de raigambre, que tengo el árbol genealógico repleto de hojas verdes en primavera y secas en otoño, les digo, riéndome: ¡Qué suerte que pueden descender, yo sólo puedo ascender! Como Camilo, el personaje de la hermosa novela de Hebe Uhart.