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Aldea

La capital de la catástrofe

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En Viaje al fin de la noche (1932), novela movida por el odio, publicada cuando el destino miserable de Argentina todavía no estaba sellado, “los argentinos” designa a un colectivo al mismo tiempo fascinante y execrable. En una sociedad en guerra, los argentinos se pasean por Europa con sus carnes (sí, son los mismos evocados por el señor Macri, los de la Gran Aldea de comienzo de siglo) “para proveerse... de calzoncillos y camisas”. Céline ironiza: “El comercio de carne congelada de éstos alcanzaba... las proporciones de una fuerza de la naturaleza”.

Finalmente, no habría que preocuparse demasiado porque con el correr de los años y las páginas “los argentinos ya no existen”.

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Más adelante Bardamu, el protagonista de la novela, reconocerá “la anarquía por todas partes y en el Arca yo, un Noé medio lelo”. La licuefacción de la realidad, tal como se presenta a la imaginación catastrófica de la que Bardamu participa, lo transforma en un Noé paranoico que no encuentra qué salvar porque la idea de colección se le ha vuelto imposible.

El agua no sólo ha licuado, en los últimos días, la realidad (es decir: la vida) sino también los discursos políticos, arrojándonos en el centro mismo de la catástrofe de la que siempre nos quisimos inmunes. La licuefacción del paisaje que se deja leer en Viaje al fin de la noche es, por supuesto, correlativa de la licuefacción de la conciencia.

Buenos Aires ya no es la Gran Aldea, ni tampoco una Ciudad Autónoma. Los argentinos no hemos conseguido domar las fuerzas de la naturaleza, más allá de lo que Tecnópolis (anegada) quiera mostrar al pobrerío. Si el discurso político insiste en licuar la realidad con palabras sin sustento sólido, se topará una y otra vez con la catástrofe.