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La casa de la misericordia

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Dice Borges que no hace falta haber leído Las mil y una noches para que sea parte de nuestra memoria. Pero lo dijo hace cuarenta años y no sé si sigue siendo cierto: desde entonces el libro se fue alejando irremisiblemente y se lo lee cada vez menos. Acaso porque las traducciones recientes, más estrictas, no retoman el espíritu ligero, libertino y picaresco de las versiones que circularon masivamente hasta hace poco y, a cambio, dejan cierta dureza y cierto ritualismo propios de la cultura islámica y que hoy tienen connotaciones inquietantes. En 1704, cuando Antoine Galland encontró unos manuscritos en Siria y los adaptó al gusto de la época, causó sensación en la Francia de Luis XIV. Dos siglos más tarde, en 1898, su compatriota Joseph Charles Mardrus insistió (y exageró) en la vena erótica, produjo Las mil y una noches más leídas en francés y también en castellano a partir de la traducción de Vicente Blasco Ibáñez. Las traducciones más recientes, en cambio, son directas del árabe y siguen las versiones “canónicas” impresas en El Cairo (1835) y en Calcuta (1839) después de que los eruditos islámicos, a partir de la aceptación del libro en Occidente, se tomaran más en serio una colección de cuentos que hasta entonces despreciaban.
Una de las historias de Las mil y una noches es la de los dos visires. Allí, un visir compra por cuenta del rey una hermosa y refinada esclava virgen. Para que llegue resplandeciente al lecho del señor, la deja reposando en su propia casa durante diez días. Pero el hijo del visir es un seductor al que ninguna mujer se resiste, así que un día encuentra a la chica tomando un baño y ocurre lo inevitable. Las tres traducciones directas del árabe al castellano, las de Cansinos Assens (1955), Vernet (1964) y Gutiérrez-Larraya/Martínez (1965, reeditada en 2014) hacen una elipsis desde el momento del encuentro hasta el posterior interrogatorio de la esposa del visir a la esclava, donde ella le confiesa que ya no es virgen. “Seguro que no te ha dejado sin violarte”, escribe Vernet. “A fe que no te habrá dejado como estabas”, pone Cansinos, aun más discreto pero del lado del mutuo consentimiento. En esa vena insisten Gutiérrez y Martínez, quienes aclaran que la chica recibió al joven “con besos, suspiros y caricias, se besaron y él le arrebató la doncellez”. En cambio Blasco Ibáñez, siguiendo a Mardrus, es mucho más explícito y pone en boca de la esclava (que aquí no se llama Anís al-Chalís sino Dulce-Amiga): “Me rendí a su voluntad y nos enlazamos”. La esposa del visir pregunta: “¿Pero te ha poseído por completo?”, y ella contesta: “Ciertamente, y hasta tres veces, ¡oh madre mía!”. Unas líneas antes, se lee: “Ali-Nur ante mis ojos asombrados apareció más poderoso que el león del desierto, ante mi carne que desea, más fuerte que el leopardo, y ante mis labios, que palidecen, más rasgador que el duro acero”. Mardrus describe el momento culminante así: “Ali-Nour prit les deux jambes, les attira autour de lui et pénétra dans le milieu de Douce-Ami”, y Blasco Ibáñez traduce con una expresión espléndida: “Se apoderó de sus piernas y penetró en la casa de la misericordia”. Después vino Franco, la misericordia quedó reservada para la Iglesia y Las mil y una noches se llamaron a recato, al menos en español.