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LETAL, DE ORO O DE MADERA, MARTIN PALERMO ENTRA EN LA HISTORIA

La cifra

Arthur Schopenhauer, con ese carácter podrido que tenía, lo habría insultado desde la platea, furioso con esa estética precaria y vulgar; antes de rendirse frente a su Voluntad infinita. Nietzsche aplaudiría su máscara dionisíaca y la aparente locura, pero lo indignaría su nula poética. David Hume, certero, demostraría empíricamente que se trata de un tronco; pero de eficiencia extraordinaria en tanto la bola choque en alguna parte de su cuerpo para desviarse hacia la red. Edmund Husserl diría que es un fenómeno. Su tocayo Heidegger celebraría su ser-para-el-gol, esa estirpe guerrera, el salvajismo primario. Sartre, con seguridad, le daría el pase libre. Foucault primero lo aplaudiría; después, quizá no. Wittgenstein callaría. Derrida lo destrozaría y Roland Barthes, después de leer su juego, decretaría “la muerte del goleador”.

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“Sabía a la perfección el papel que interpretaba; que era siempre el mismo, por supuesto. No debe haber nada más difícil que seguir despertando interés a pesar de repetirse.”
Truman Capote (1924-1984), sobre Humphrey Bogart en “Retratos” (1959)

Arthur Schopenhauer, con ese carácter podrido que tenía, lo habría insultado desde la platea, furioso con esa estética precaria y vulgar; antes de rendirse frente a su Voluntad infinita. Nietzsche aplaudiría su máscara dionisíaca y la aparente locura, pero lo indignaría su nula poética. David Hume, certero, demostraría empíricamente que se trata de un tronco; pero de eficiencia extraordinaria en tanto la bola choque en alguna parte de su cuerpo para desviarse hacia la red. Edmund Husserl diría que es un fenómeno. Su tocayo Heidegger celebraría su ser-para-el-gol, esa estirpe guerrera, el salvajismo primario. Sartre, con seguridad, le daría el pase libre. Foucault primero lo aplaudiría; después, quizá no. Wittgenstein callaría. Derrida lo destrozaría y Roland Barthes, después de leer su juego, decretaría “la muerte del goleador”.
Palermo los habría vuelto locos, seguro.
Lo de él es el aire, eso está claro. Tensar los músculos, estirar el cuerpo para despegarse del suelo, desacomodar al marcador y girar el cuello para impactar la pelota y darle dirección. Un vuelo frente al arco. Si todo va bien, sus botines volverán a tocar el césped cuando el grito de la tribuna estalle. Gol. Su cabeza funciona así; es un gatillo. Su arte tiene la fugacidad de lo letal. Será fiesta o lamento; todo o nada.
Si se juega al ras del piso deambula ansioso, al acecho. Pivotea, calcula, amenaza. Pero lejos del gol, queda expuesta al mundo su cintura de yeso; sus largas piernas, tiesas como tablas. Su falta de plasticidad bien puede sacar de quicio al no iniciado. Verlo afuera del país era peor, lo juro. Vivía yo en Madrid aquella infausta tarde, cuando un cartel de publicidad se le cayó encima mientras festejaba un gol con hinchas del Villarreal y le quebró tibia y peroné. Lo vi por la tele y no supe si reír o llorar. Creo que hice las dos cosas.
En 2003 pasó al Betis. Jugaba con Joaquín y Denilson a los costados, dos cracks. No le fue bien. Apenas un gol, balones que rebotaban en sus tobillos, saltos a destiempo, andaluces furiosos. Mis amigos españoles se reían y yo, con mi argentinidad sensibilizada por la extranjería, me mordía los labios, avergonzado. Obviamente les oculté la historia de los tres penales errados en el mismo partido, jugando para la Selección de Bielsa contra Colombia, en el Sudamericano de 1999. También aquel otro que pateó con los dos pies –resbalándose, es cierto– y que igual entró. ¿Cómo comparar esos episodios grotescos con sus goles al Madrid en aquella final intercontinental de Japón? ¿Qué jugador tendría la fortaleza espiritual necesaria para superar semejantes altibajos?
Martín Palermo. Pocos más.
Arrancó como suplente en el equipazo de Estudiantes que ascendió en 1994, de la mano de los jóvenes Rubén Capria y Verón. Miguel Russo, su técnico, desconfiaba de ese chico despreocupado, con novia brasileña, pelo teñido, aritos y tatuajes. Andaba mal y estuvo a punto de irse a San Martín de Tucumán. Tuvo suerte, Independiente compró a Calderón y se quedó. Ya en Primera, explotó. Marcó 32 goles. Fue un boom. Desprejuiciado, ensayaba sofisticados festejos y hasta se dio el lujo de posar en la tapa de una revista deportiva... ¡vestido de novia! Lo quería River, se lo llevó el flamante Boca de Macri. No paró más.
Palermo es una máquina. Pura producción fordiana: 183 goles en 378 partidos oficiales de Primera. Un efectividad desprovista de lujos. No le alcanzó para jugar en un grande de Europa, ni para ser el 9 de la Selección; es verdad. Si hasta Batistuta parecía moverse con mayor sutileza, y ni hablar de Valdano o Crespo. Pero con lo mucho o poco que la naturaleza le dio –potencia, juego aéreo, fuerza mental– ya figura entre los 15 más grandes goleadores del fútbol argentino y está a un paso del récord histórico con la camiseta de Boca, desde hace 70 años en poder de Pancho Varallo. Ni Maradona.
Los puristas lo descalifican por impresentable y explican: Palermo hace goles porque el equipo juega sólo para él. Es probable. Dicen que es de madera; un muñequito de metegol con los pies redondos al que lo salvó el cabezazo y su muy buena suerte. Suena exagerado pero... puede ser. ¿Entonces? ¿Cual es su virtud? ¿Cómo consiguió este pasaporte a la inmortalidad? ¿Qué tiene? ¿Cual es su secreto?
“No, no estoy allí donde ustedes tratan de descubrirme sino aquí, desde donde los miro, riendo”, escribió Michel Foucault (1924-1986), ácido con sus críticos que lo acusaban de inconstante y contradictorio. Palermo es su opuesto perfecto: no cambia, es inalterable, obcecado; permanece en el mismo sitio y ejerce su oficio con la contundencia de quien no se permite la duda. Pero quizás algo importante tengan en común el pensador francés y nuestro rústico depredador de arqueros. La pasión. Esa convicción de seguir siendo ellos mismos, pese a todo, equivocados o no. Ensimismados en su búsqueda; en el intento sin descanso, más allá del aplauso o la condena. Tan polémicos, fervorosos, inexplicables; algo exhibicionistas, frívolos a veces, pero serios a la hora del hacer.
Gente que nos obliga a pensar el por qué de las cosas; acaso la mejor pregunta que uno puede hacerse en toda la vida.