Cada tanto la ciudad se me vuelve irrespirable, me agobia, me asfixia. No es la primera vez que me pasa, y probablemente no será la última, pero la intensidad muchas veces roza lo insoportable, la condición de que algo está equivocado, o también –levemente optimista– de que algo nuevo está por llegar. Consumo muchos medios, y en especial me gusta leer diarios. Quizás allí radique la causa de mi desasosiego: los grandes diarios (que grande sólo tienen la tirada), o más aun, los grandes multimedios, se han vuelto tóxicos, nocivos. Alcanza con escuchar los informativos de sus radios (repetidos y repetidos cada media hora) redactados como verdaderos bandos militares. O con leer los videograph (¿así se dice?) de sus canales de información continua, escritos en un idioma que evidentemente no es castellano, sino un idiolecto a base de malicia, mala fe y analfabetismo funcional. De repente todo me retrotrae a la dictadura, a mis recuerdos de infancia (¿Olvidados? ¿Reprimidos? ¿Forcluidos?). No se trata de una repetición de lo histórico-real (tan tonto no soy), ni mucho menos de la trivialidad de suponer que aún vivimos en dictadura, sólo que por otros medios (¿o con los mismos medios?), sino de la reaparición de un cierto tipo de lengua, de una situación de enunciación, de un modelo en que la comunicación se vuelve un habla en guerra: la guerra civil cotidiana de los grandes grupos.
No es la primera vez que la polis se me vuelve áspera. Ni tampoco la primera vez que escribo sobre el tema. Recuerdo ahora al menos dos artículos. Uno de fines de los 80, en una revista underground; el otro, pasado el año 2000, en Clarín. En ambos casos, surgió también una pregunta algo ingenua, seguramente sin sentido, pero nunca retórica. Era cuestión de pensar por la negativa, o mejor dicho, de convertir en afirmativa la negatividad: en medio de la falta de oxígeno, ¿qué volvía respirable a la ciudad? ¿Había algún punto de fuga, de locura? ¿Algo que desplazase el horizonte hacia un más allá de la mediocridad de la época? En esa nota de 1988 ó 1989, pensé en los libros de Fogwill y Aira, y sobre todo, en las Madres de Plaza de Mayo. ¿Por qué hoy ya no pienso en las Madres? En todo caso, la afirmación del pensamiento por la negativa no supone un elogio, sino un “mal menor”. Implica hacerse esta pregunta: ¿Cómo habrían sido los 80 sin las Madres de Plaza de Mayo? Seguramente, mucho peor. Luego, en pleno delarruismo, ante la misma pregunta, respondí: Belleza y Felicidad. Es curioso, mi participación allí fue casi irrelevante: escribí una vez en una revistita que sacaban, fui a algunas inauguraciones, pasé alguna tarde allí, hice alguna amistad, pero sin más. Al contrario, mucho discutí con su estética. Siempre les exigí una mirada más crítica que la que tenían. Y sin embargo, en medio de la catástrofe inminente (la catástrofe más previsible de la historia) había algo allí, en esa esquina de Almagro, que respiraba a libertad (sexual, intelectual, cultural). Me gustaba su aire de irresponsabilidad en medio de una ciudad gobernada por gente tan responsable, o viceversa (¡el gabinete de los economistas de lujo: Machinea, López Murphy, Llach, Rodríguez Giavarini!).
¿Y si tuviera que responder hoy? Si lo que me agobia es la mentira organizada (¡Ah, Miguel Cantilo en Pedro y Pablo!), la desazón de estar obligado a leer entre líneas, el antídoto tiene que estar también entre los medios. Me vuelve la respiración cuando leo la revista Barcelona. ¿Le estaré exigiendo demasiado? ¿No corro el riesgo de volverla heroica? ¿De pedirle que diga siempre lo que los demás no dicen, lo que yo mismo no digo? Detesto el heroísmo. Simplemente (¡como si fuera simple!) aún disfruto de la inteligencia y la ironía, en estos tiempos de tanto oprobio.