Hace unos meses, la perra estaba por morirse. Un parásito hematológico (Erlichia) le había afectado la médula. La veterinaria indicó por WhatsApp que hacía falta hacerle transfusiones con urgencia. Nos dio una dirección en el lejano oeste. Cerraban a las 19. No íbamos a llegar a tiempo. De ahí teníamos que seguir hasta el campo, para buscar a la perra, y volver a llevarla hasta el Hospital Veterinario, en la General Paz.
Llegamos al “banco de sangre” ya de noche. Estaba en un callejón sin luces. Lejos de parecer un laboratorio, era una casa, un chalecito enrejado, en sombras. Toqué timbre.
Un joven me acercó dos unidades de sangre que pasó a través de los barrotes. “¿No me vas a abrir la puerta?”. No lo hizo. Pasé el abultado fajo de billetes (la sangre canina se paga en riguroso efectivo). “¿No me das ningún certificado o factura?”. “Nuestros donantes...”, empezó a decir el chico. Me di media vuelta y me fui porque imaginé, en el garaje, a cien perros colgados de ganchos, desangrándose lentamente.
Continuamos con el trámite. A las cuatro de la mañana devolvimos la perra a su casa. No se murió. Pero dejamos de atenderla con esa vendedora de sangre que parecía salida de una película de Tarantino. La sangre clandestina que en la alta y oscura noche se retira de lugares que será imposible después reconocer en un mapa.
Me informé. El negocio de la sangre canina es bastante redituable y, como aparentemente no está regulado, se presta a intercambios en los que la desesperación ante una muerte inminente potencia la inmersión en una sociedad bizarra. “Un negociado”, me dijeron.
Me acordé de todo esto el martes pasado, cuando llevé a otro perro para hacerle un análisis de sangre y en la veterinaria rechazaron mi tarjeta porque los laboratoristas solo reciben la sangre con los billetes al lado (imaginé incluso: atados alrededor del tubo).
Es el reino sanguinario de Cruella de Vil.