“—A mí no me gusta tratar a gente loca –protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar –repuso el Gato–, aquí todos estamos locos; ¡yo estoy loco; tú estás loca!
—¿Cómo sabes que yo estoy loca? –preguntó Alicia.
—Tienes que estarlo –afirmó el Gato–, o no habrías venido aquí.”
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (1832-1898)
Algunos de los marginales que supimos construir intentan incluirse a lo bestia, amenazantes, con un revólver en la mano. Son esos tipos sin piedad que andan por las calles demostrando lo poco que les importa la vida del otro y la suya propia, claro; y para los que algunos amados mitos populares exigen cadalso y pena capital, ojo por ojo. Tal vez imaginan que la sombra del verdugo será capaz de paralizarlos. Se equivocan.
Estos de la tribuna empezaron igual, a matar o morir con cumbia, tetra y frula, pero poco a poco le vieron la punta a un negocio que los llevó sin escalas de la exclusión a los medios. Producto de las crisis, de la fatal decadencia o vaya a saber por qué hoy, para el curioso imaginario nacional, un barrabrava es un ícono que exhibe al mundo nuestra indómita pasión, nuestra manera única de amar, de entregarlo todo por la causa en el país de Evita y el Che. Los jugadores les dan dinero, camisetas y extrañan hasta sus aprietes, si se van. Los demás hinchas, respetuosos, les abren paso cuando irrumpen en la cancha; los dirigentes negocian con ellos de igual a igual, los periodistas les piden notas exclusivas, la policía los escolta. Esas bestias son como vedettes. Les hemos dado entidad pública a bandas armadas. Así estamos.
Durante la semana supimos menos de la interna del PJ que la de La 12, exitoso emprendimiento que regentea el negocio del tablón, único bastión nacionalista maradoniano frente al foquismo riquelmista. Un tal Richard, “el uruguayo”, ladró contra Mauro Martín, su rival. Lo acusó de balear a su grupo con apoyo policial y, afiebrado por los micrófonos, hasta propuso un viaje “a 500 kilómetros” para dirimir como hombres en el campo de batalla y sin viejitas molestas en el medio la primacía en la hinchada bostera. Encantador.
El plantel de Racing, después de que el cura-dirigente Juan Gabriel fracasara en su papel de Samoré del aguante, se acostumbró a convivir con el lema “Permanencia o Muerte”. Caruso Lombardi, conocedor del paño, reunió a sus jugadores con los justicieros antidescenso y, después de la amable charla, el arquero Migliore calificó de “normal” esa... inquietud. Quizá ese leve estado de alteración psíquica haya provocado la batalla campal del domingo pasado en la autopista contra los de Argentinos Juniors: la policía detuvo a 114 angustiados que recuperaron su libertad a las pocas horas. A terapia, todos.
Los de Independiente fueron apretados de idéntica forma. ¿San Lorenzo? Hoy baila tranqui el sueño más bonito, pero todos recordamos la absurda muerte de Emmanuel, el chico de Vélez, hace un año. Cierra la lista River, que tiene a sus energúmenos de elite extraditados de Europa, detenidos o al borde del juicio oral mientras en Los Borrachos del Tablón los jóvenes coroneles murmuran “a rey muerto, rey puesto”. Un desastre.
El problema es grave, estructural, y para nada creo que se solucione con medidas cosméticas. Al contrario. Fomentado e hipócritamente condenado; instalado en los medios como un poder idiota pero inamovible y a todas luces protegido por señores serios y piadosos, crecerá aún más. Pensar que nos enfrentamos contra un mal exclusivo del fútbol es, por decirlo de una manera amable, insuficiente.
Si pedir pena de muerte para marginales que nada tienen que perder empezando por su propia vida es de una liviandad sorprendente, creer que el derecho de admisión dejará huérfana de líderes a las barrabravas es de una inocencia conmovedora. Hay una multitud de aspirantes listos para mojar su pancito en la apetitosa salsa del negocio. Comercialización de entradas, droga, estacionamientos, viajes, transas con la “gorra”, alquiler de mano de obra para aprietes, actos, custodia, armado de “aparatos”, porcentaje de pases y el adrenalina tour para turistas, el paseo guiado con acceso a sus ritos y al exclusivo merchandising a 150 dólares; una gentil devolución de espejitos de colores cinco siglos después. ¡De nada, Monteczuma! Y ojo, que acá se habla de miles por semana, y en divisa fuerte.
Los ingleses aislaron y controlaron a sus hooligans, tan marginales y violentos como los nuestros, pero sin conexiones políticas ni protección. Los Ultras Sur del Madrid, por dar otro ejemplo que conozco, son un grupito de 800 imbéciles que, si amagan con violentarse, van de una patada al calabozo. “No existen”, dirían los nuestros, impunes y cobrando lo suyo como socios del negocio. Como todos, menos el hincha de verdad, que encima paga.
El país que un día reemplazó la palabra “valentía” por el muy modesto pero brutalmente sincero “aguante” los ha consagrado. Es gracioso cómo un día son “hinchas caracterizados” y al otro “inadaptados”. Muy bien: basta de llamar inadaptados a estos tipos. Inadaptados, acá, son los que pretenden un país menos salvaje, o casi racional, o al menos capaz de discutir proyectos más allá de la rapiña personal.
Seamos honestos, muchachos. Bajemos al sótano y echémosle un vistazo a nuestro retrato de Dorian Gray. Uf. Prepárense para una de terror.