Cristina es una experta en construir poder apelando al temor y los latigazos. Disciplina a la tropa con la fusta, como hacen los señores feudales en sus inmensas posesiones. Esa es la mayor herencia que le dejó Néstor, además de las millonarias e inexplicables cuentas bancarias. Es asombrosa la falta de estómago y escrúpulos que ambos evidenciaron a la hora de conducir. Llevaron al éxtasis aquello de que “al enemigo ni justicia”. Pero lo que casi no tiene antecedentes es la ferocidad implacable que tiene a la hora de castigar a los propios, a los que se diferencian con cualquier excusa y pasan a la categoría de traidores.
Ese ADN se formó con el aporte de tres vertientes:
1) La formación setentista, con un desprecio hacia la democracia formal, partidocrática, liberal o burguesa, como se decía entonces.
2) Esa actitud de patrones de estancia desarrollada en Santa Cruz, apoyada en su poder económico y en su actividad de abogados buitres para quedarse con muchas propiedades de deudores hipotecarios que no pudieron cumplir con sus compromisos.
3) Las características personales de poca generosidad y afecto hacia los demás que, sobre todo Ella, pagaron con la ausencia casi total de amigos.
Ese camino la llevó a dinamitar varios de los aportes más trascendentes que hizo la nueva Constitución Nacional, que mañana cumple veinte años. Identificar esos aspectos nos puede ordenar este balance político semanal.
Los convencionales constituyentes del ’94 construyeron un producto único por su nivel de consenso y la mirada hacia las próximas generaciones, lejos del chiquitaje del poroteo electoral. Forjaron lo más parecido a esa “unidad nacional” tan proclamada desde la retórica. Tuvo la impronta de uno de los hombres más sabios que exhibió este tiempo: Carlos Nino. Representantes del peronismo, el radicalismo, el socialismo, el conservadurismo y hasta los extremos parlamentarios del comunismo y el carapintadismo llegaron a un texto que votaron por unanimidad, salvo la experiencia singular del venerable obispo Jaime de Nevares, que renunció al amanecer las deliberaciones. Podría decirse que aquella iniciativa de Raúl Alfonsín, que se concretó bajo el gobierno de Carlos Menem, fue una especie de Nunca más constitucional, una lápida definitiva que se le puso al terrorismo de Estado (junto al Juicio a las Juntas y la Conadep) y el momento de mayor acercamiento y consenso del multicolor abanico democrático.
La fractura social expuesta entre peronismo y antiperonismo que tanto odio y daño produjo se fue cerrando en etapas:
1) Con el abrazo Perón- Balbín y el legendario discurso “de este viejo adversario” que despidió “a un amigo”.
2) Con Antonio Cafiero en el balcón de la Casa Rosada, pero defendiendo a un presidente radical, Alfonsín, frente a la sublevación subversiva de Aldo Rico y sus comandos.
3) Con ese texto de la nueva Constitución que Carlos Menem y Alfonsín sellaron con un apretón de manos y con un Pacto de Olivos y una reelección que nublaron mediáticamente el paso gigantesco que se había refrendado en el Palacio Urquiza en Entre Ríos.
El matrimonio Kirchner será responsable ante la historia de haber reabierto aquella vieja herida, que tiene una profundidad mayor que la de los años 50 y que hoy se expresa, entre otras cosas, en la soledad parlamentaria y el aislamiento político con los que Cristina va a hacer votar la ley que sus defensores llaman “de pago soberano”. Ni un solo dirigente opositor representativo compró esta vez esa manzana envenenada que alguno había adquirido en otra ocasión. Es que la Presidenta abusó del recurso de vestir de gesta heroica y emancipadora cada macana irresponsable que salió de su gobierno.
Pero Cristina no sólo dilapidó el principal capital simbólico de esta joven Constitución de veinte años. También ignoró y malversó otros capítulos de la Carta Magna. La jefatura de Gabinete en manos de Jorge Capitanich llegó a ser una caricatura de lo que habían previsto los constituyentes. Es una suerte de vocero desmesurado de las desmesuras de Cristina, en lugar de cumplir con su rol de articulador del tráfico de sugerencias e ideas entre el Congreso y el Poder Ejecutivo.
El Consejo de la Magistratura, los organismos de control y hasta la Justicia misma sufrieron los embates del oficialismo, que nunca abandonó la idea de colonizarlos y domesticarlos pese a las derrotas que sufrió en ese intento.
El centralismo extorsivo reemplazó al proclamado fortalecimiento del régimen federal. Las provincias hoy reciben las migajas del 24%, mientras que el Estado nacional se lleva la parte del león del 76%; pero, además, esa distribución es absolutamente discrecional y arbitraria. Por eso, muchas veces se vio a gobernadores o intendentes arrodillados ante el altar de Cristina. Sin que se le caiga la cara de vergüenza, Miguel Angel Pichetto dio como normal y legítima esta actitud perversa: cuando Alberto Weretilneck –el gobernador de Río Negro, su provincia– anunció su pase al massismo, lo criticó duramente. Pero no fue por su falta de lealtad o de convicciones, sino porque ahora la provincia se iba a ver perjudicada y Cristina no le iba a mandar un peso para atender todas las deudas que tiene. Estaba cometiendo sincericidio: “Por la plata baila el mono”.
La Ley de Coparticipación que ordenaba la Constitución hace veinte años ni siquiera se pudo discutir. Y hace 11 que gobiernan los Kirchner. Fue muy lúcido Martín Dinatale en La Nación cuando reveló que Cristina Fernández como convencional, en el recinto, se preguntó, montada en sana rebeldía: “¿Cómo no va a haber provincias inviables si nos federalizan los gastos y nos centralizan los recursos?”. ¿Qué diría esta presidenta de aquella joven convencional levantisca y justiciera? ¿Qué piensa de las provincias petroleras que reclaman lo que les corresponde? La respuesta hasta ahora ha sido ningunearlos primero y perseguirlos después. Más allá de que sea cierto que el gobernador Martín Buzzi tiene un millón de dólares flojo de papeles, lo cierto es que la AFIP recién se movió ahora por orden de una presidenta que acostumbra utilizar estos mecanismos de apriete.
Ese mismo doble discurso, esa idéntica malversación de las promesas de un país serio parecido a Alemania por un país en joda similar a Venezuela se repite en muchos de los aportes constitucionales más valiosos. Es lo que hay.