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DESAPARICIONES FORZADAS

La convención mundial del Nunca Más

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Antes de Navidad, Argentina habrá dejado toda una marca en la historia del derecho internacional. Una marca de las grandes, y de las buenas. Parece una exageración, pero no lo es: el 23 de diciembre entrará en vigencia la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas Contra las Desapariciones Forzadas. Y nuestro país, cargado en ese sentido de las peores experiencias en el pasado, pero también un ejemplo para el mundo de cómo reparar con memoria y justicia la violación de derechos, verá coronado el esfuerzo que hizo con otras naciones y actores civiles, sobre todo durante los últimos años, para encuadrar las desapariciones forzadas como un crimen de lesa humanidad.

La propia génesis de esta Convención, que involucró a la Argentina y a varias de sus organizaciones de derechos humanos como las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, es la que le da un valor político y ético inestimable a este logro. Porque además de proponerse reparar terribles daños del pasado, este instrumento jurídico sirve para evitar la repetición de los horrores y para no dejar impunes los que persistan entre nosotros.

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Basta reseñar un párrafo del primer artículo de la Convención: “Ni la guerra, ni un estado de excepción, ni razones imperativas de seguridad nacional, inestabilidad política o emergencia pública pueden justificar las desapariciones forzadas”. Nadie, nadie deberá jamás ser detenido en secreto.

La Convención fue abierta para la firma en Francia, en 2007, siendo necesarias para su entrada en vigor las veinte ratificaciones que se terminaron de verificar el pasado 23 de noviembre.

Argentina tenía mucho que aportar. Como recordó la entonces senadora de la Nación Cristina Fernández de Kirchner apenas suscribió la Convención en 2007, el país fue durante la última dictadura un nuevo laboratorio de ensayo de las prácticas conocidas durante el Holocausto tres décadas antes y, dominado por el terrorismo de Estado, padeció por miles las desapariciones forzadas de personas, con el agravante de haber sido coordinadas por los regímenes militares de la región.

Por desaparición forzada la Convención entiende “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”.

Los culpables no serán sólo los que cometan el delito, sino también los que osen ordenarlo o inducirlo, con responsabilidad penal también para superiores que no hagan los necesario para prevenirlo de parte de sus subalternos: la orden de cualquier autoridad pública no podrá ya justificar hacer desaparecer forzadamente a una persona.

Esta Convención a punto de entrar en vigencia cubre un gran vacío legal pero se centra en un drama de la historia moderna que sería ingenuo pensar que jamás se repetirá. De hecho, las desapariciones forzadas, tanto como las detenciones secretas y las ejecuciones extrajudiciales por orden o con el apoyo de un funcionario del Estado, son frecuentes aún en todo el mundo, si bien todavía pocos responsables fueron castigados. Es imprescindible que todos los países, en desarrollo, desarrollados y, en especial, las potencias líderes, abracen la letra y el espíritu del texto.

Hoy vuelven a resonar con fuerza aquellas palabras que el angustiado Julio Cortázar dejaba de legado en París durante la última dictadura argentina: “Vivimos en una época en la que referirse al Diablo parece cada vez más ingenuo o más tonto; y sin embargo, es imposible enfrentar el hecho de las desapariciones sin que algo en nosotros sienta la presencia de un elemento infrahumano”.

Precisamente todo lo contrario, humanidad, es lo que respira esta Convención que hoy celebramos.


*Embajador de la Argentina ante las Naciones Unidas.