A veces quisiera mirar con lupa las cosas. Porque uno sale por el barrio, mira las hojas cayendo en la vereda, va al cajero, compra algo en el chino, mira los negocios cerrados, mira los cajones de fruta apilados frente a la verdulería. Bien. ¿Pero cómo son las hojas, por ejemplo? Son esas hojas del plátano, como la de la bandera de Canadá, aunque esa debe ser una hoja de arce. Las hojas del plátano parecen más grandes, caen secas, curvadas, y se mueven por el viento como animalitos crujientes sobre las baldosas. También están las semillas de los fresnos, que caen haciendo helicóptero y son como una lágrima larga y chata, como un ala de libélula.
¿Y el negocio cerrado cómo es? Tiene el vidrio pintado de blanco del lado de adentro; un efecto que se debe lograr con una mano de cal. El último en cerrar le escribió con el dedo “aguante el rojo” pero le quedó al revés: ojor le etnauga. Y le pegaron papeles del lado de afuera, volantes: aplico inyecciones, cuido chicos, se perdió mi perro, clases de inglés, de guitarra, compro ropa usada, cerrajería. Volantes caseros, con direcciones de mail y páginas de Facebook. Algunos reaparecen en los postes. Enteros o en pedazos, arrancados por la competencia o porque encontraron el perro y no quieren que llamen más.
Los cajones de fruta vacíos, apilados frente a la verdulería, dicen en letras rojas o azules: Valle Grande, Saturno, Coronda, San José, Melones Paulita (la habrán gastado a la Paulita original). Los nombres quedan cabeza abajo o verticales, como grandes palabras cruzadas de madera. ¿Ponen los cajones ahí porque los pasan a buscar al día siguiente, se apilan atrás en el depósito, se usan para empezar asados?
Si uno pudiera mirar más, ver de qué está hecho eso invisible y cotidiano. Entender la textura de lo real con su entramado complejo de voluntades, negocios, changas, acuerdos, reglas municipales, decisiones botánicas... Lo más difícil siempre es ver realmente la cuadra donde uno vive.