L a recopilación de datos cuantitativos sobre la sociedad argentina y su desarrollo en nuestros dos siglos de vida independiente, trabajo monumental coordinado por Orlando Ferreres, muestra hechos incontestables. La Argentina ha perdido posiciones en el mundo en los últimos sesenta años. No parece existir un consenso acerca de qué ha pasado.
La declinación en producto por habitante es abrumadora; también lo es la de los indicadores sociales y educacionales. Además, somos el país con la más alta tasa de inflación en el mundo entre 1950 y 2010. Hemos abierto menos nuestra economía –en términos de la proporción del producto generada en exportaciones más importaciones, y de la entrada de capitales productivos– que muchísimos otros países del mundo, por cierto menos que cualquiera de los países que son comparables. El crecimiento del producto generado en nuestras manufacturas es más bajo que el de otros países comparables.
Lo ocurrido es independiente de quien ha gobernado, con qué ideas, bajo qué forma o estilo de gobierno, porque la tendencia es lineal. Si hay una explicación, ésta es ajena a los modelos de política pública, de gestión o de ideas dominantes, porque prácticamente todas las opciones en circulación en el mundo fueron aplicadas en el país, con los resultados que están a la vista.
Cada uno puede encontrar una explicación o una justificación ad hoc, la que le plazca. Pero esos son los hechos. Las justificaciones más en boga en la Argentina son las que culpan o bien a los “modelos” que en cada circunstancia son avalados por el establishment internacional, o bien las que culpan a sectores internos de nuestra sociedad, por estar “concentrados”, ejercer posiciones dominantes o aliarse a intereses extranjeros. Retórica que tranquiliza a espíritus más sensibles a las palabras que a los hechos y que a veces da dividendos políticos; ninguno de esos argumentos resiste un análisis serio.
La constante es la persistente inclinación argentina a querer reinventar la pólvora. La sociedad, en su conjunto, ha venido viviendo en estos sesenta años con un nivel creciente de aspiraciones de consumo y un nivel decreciente de producto para satisfacer esas aspiraciones, con la ilusión, siempre renovada, de que se puede consumir más de lo que hay. Resultado de esa tensión inmanejable entre producto y aspiraciones ha sido la impresionante inflación argentina –uno de nuestros sellos distintivos– y el singular fenómeno de un país donde la proporción de personas que viven bajo la línea de pobreza ha aumentado en lugar de disminuir. La inflación y la exclusión de millones de personas son los correlatos de esa brecha argentina entre producción y demanda, que la sociedad acepta entre resignada e indiferente –con la ilusión de que existen fórmulas “políticas”, o mágicas, que permiten convivir con ellas–. En todas partes del mundo, inexorablemente, cuando algunos consumen más que el promedio es porque otros consumen menos. También en la Argentina.
Con frecuencia se escucha decir a nuestros gobernantes y a muchos dirigentes políticos, productivos o sociales que la Argentina va a la vanguardia de las tendencias del mundo. Nací escuchándolo y creo que moriré escuchándolo. Lo cierto es que la Argentina sólo va a la vanguardia en la tendencia a la declinación. Hoy parece que descubrimos el capitalismo de Estado, “un sistema en el cual el Estado desempeña el rol de actor económico dominante y hace uso del mercado principalmente para obtener ganancias políticas” (según propone Ian Bremmer en su interesante libro The end of free market). Hace unas seis décadas descubrimos la “tercera posición” o creímos que la inventamos. El capitalismo de Estado ha sido el modelo bajo el cual el mundo se rigió desde la organización de los Estados-nación modernos. Prevalece en Occidente y buena parte del mundo desde el mercantilismo europeo y el expansionismo británico de los siglos XVII y XVIII, y nunca dejó de ser una opción para gobernantes y sectores empresarios en todas partes. La Argentina no inventó nada y, generalmente, aplicó ese modelo de manera menos eficiente que otros. Tal vez allí reside el mal desempeño del país, porque el capitalismo de Estado eventualmente puede contribuir a los equilibrios políticos, pero raramente es el camino hacia la prosperidad de los pueblos.
Desde hace unas décadas, estamos reinventando la teoría económica para justificar la baja tasa de inversión y la alta inflación en la Argentina. Ahora aparecen en el horizonte algunas señales de que –habiendo fracasado los esfuerzos voluntaristas y la presiones ocasionales para contener los precios y los salarios– volveremos a los “pactos sociales”. La película es bien conocida. Por lo pronto, quienes pueden se anticipan preventivamente subiendo algunos precios y presionando por algunos aumentos salariales. No faltarán quienes ya están imaginando las tretas para eludir los acuerdos. Y, tal como lo marca el guión de esta historia repetida, quedan afuera los millones de “pobres” argentinos que no tienen ni trabajos ni salarios formales. El Gobierno se ocupará de ayudarlos un poquito, mientras tenga con qué.
¿Por qué no habríamos de seguir declinando?
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.