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La delegada invencible

Hay días en los que uno no sabe cómo van a caber todas las cosas que tenés que hacer. El que estoy escribiendo empezó muy temprano, porque pasé a buscar a mis hijos para dejarlos en el colegio.

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Hay días en los que uno no sabe cómo van a caber todas las cosas que tenés que hacer. El que estoy escribiendo empezó muy temprano, porque pasé a buscar a mis hijos para dejarlos en el colegio. Hacía frío y eso me gustaba. El frío, si no es intensísimo, me pone de buen humor, me despeja. Dejar a los chicos en el colegio a veces es un trámite sencillo, a veces complicado. Depende del humor de los chicos, del clima (si llueve todos corren, se amontonan los autos en la puerta, la realidad parece tornarse precaria) y del estado de ánimo que uno tenga para resolver las cosas.

Este día del que escribo todo discurrió apaciblemente. Después de dejar a los chicos me fui a desayunar, leí diarios y me preparé mentalmente para atravesar la ciudad para ir a dejar una factura por una nota que escribí en un lugar donde trabajé muchos años hace ya mucho tiempo. No me gusta manejar y pensé en ir en subte, pero descarté esa opción porque no sabía si había subtes y necesitaba volver enseguida. Así que agarré el auto. Estacioné a varias cuadras de donde tenía que ir. Cerca del lugar está, por lo general, lleno de los coches de las personas que trabajan ahí y se vuelve imposible estacionar. Así que caminé. Me sorprendió que el lugar –un diario de la zona sur–, a pesar del paso del tiempo que no iba, me pareció muy cercano. No fue como esa gente a la que uno reencuentra y la ve totalmente desconocida. El diario parecía detenido en el tiempo. Me crucé con dos compañeros que estaban en mi época: ellos también estaban mantenidos en formol, exactamente igual a como los dejé. Pensé que había entrado a una zona protegida del paso del tiempo por las bajas temperaturas del inconsciente.

Una vez que terminé el trámite, crucé la calle del diario hacia la otra manzana y me di con una esquina donde estaba un retrato de una mujer hecho con pedazos de azulejos. Era un rostro grande: yo sabía quién era. Me quedé pasmado. En una placa decía: “Ana Ale 1956-2005. Periodista. Escritora. Delegada de los trabajadores del diario Clarín. Homenaje de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. 7/6/2011”. Ver ese rostro grande, invencible, me produjo emoción. Recordé un párrafo de las Consideraciones intempestivas de Nietzsche en la que este glorifica a Schopenhauer y lo parafraseé cambiando hombre por mujer, por Ana: “El hecho de que semejante mujer haya existido aumenta el gozo de vivir sobre la tierra”.

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