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La destrucción del pasado

El año pasado fui a la República Checa para recuperar unas briznas de historia familiar.

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El año pasado fui a la República Checa para recuperar unas briznas de historia familiar. Antes de internarme en la Moravia profunda, de donde vino mi abuela, vagué por Praga, donde había estado tantos años antes que la ciudad me resultaba irreconocible. Yo había estado allí en otra capa geológica, cuando acababa de caer el Muro de Berlín y las repúblicas socialistas todavía no habían sido arrastradas por la fuerza destructiva del capitalismo. Entonces Praga me había parecido una tranquila y hermosa ciudad imperial de segundo orden, cuyos habitantes eran un poco rústicos. Ahora, en cambio, la encontré devastada por el turismo de la peor especie y el capitalismo más abyecto: la venta de souvenirs fabricados en cualquier lugar del mundo, a la medida de viajeros rapaces que son incapaces de establecer con los lugares una experiencia diferencial, medianamente auténtica. O sea: me había vuelto viejo al mismo tiempo que Praga se entregaba a la celebración del comercio de baratijas.

No reconocía las calles en las que me había gustado perderme: todas eran hileras de tiendas más o menos conocidas y más o menos globales. Incluso, no pude encontrar un recuerdo queridísimo, la plaza Wenceslao que, allá lejos y hace tiempo, me había impresionado por sus dimensiones y la belleza de sus edificios modernistas y art déco. Musitaba: bajando desde la estación de tren, hacia allá, se llegaba a la Plaza Wenceslao. Pero, claro, la vieja estación de tren es ahora un museo ferroviario y todo sucede en los subsuelos, donde los trenes combinan con el metro y donde es imposible orientarse.
La plaza seguía allí, en alguna parte, pero ahora no tenía nada que ver con mi memoria. Recuerdo ahora esa experiencia abrumadora porque mi hija está aterrizando en Praga y me costó darle referencias de mi primer viaje. Le dije: no dejen de visitar el barrio de los artesanos en el castillo. Parece de Harry Potter.