Vuelvo a menudo a Gracias, niebla, el libro póstumo de Auden, en el que relata su regreso a Inglaterra después de años de vivir en Estados Unidos, y su encuentro con la niebla, a la “que tenía olvidada por completo”: “Acostumbrado al clima de Nueva York,/ tan familiarizado con su contaminada niebla,/ a ti, su inmaculada Hermana,/ te tenía olvidada por completo,/ a ti y a cuanto aportas/ al invierno británico./ Ahora, esa impresión nativa vuelve a mí (…) Ningún sol estival logrará nunca/ disipar la total oscuridad/ vertida en los periódicos,/ que vomitan en una mala prosa/los sucesos inmundos y violentos/ que la estupidez nos impide prevenir./ Nuestra tierra es un lugar triste,/ pero por esta tregua especial,/ tan sosegada y sin embargo tan festiva,/ gracias, gracias, gracias, Niebla”. (Pre-Textos, Valencia, 2000, traducción Silvia Barbero Marchena).
Acerca del estilo tardío como forma de radicalidad, nadie ha escrito mejor que Edward Said en Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente, en el que toma un ensayo del joven Adorno sobre el último Beethoven para definir lo tardío “no como armonía y resolución sino como intransigencia”. Pensaba en todo esto mientras leía La roca, libro que compila los últimos poemas de Wallace Stevens (La Calabaza del Diablo, Santiago de Chile, 2014, traducción de J.M. Silva Barandica), publicado un año antes de su muerte, en el que alcanza una sobriedad, casi un ascetismo, tal vez ausente –o presente de otro modo– en el resto de su obra: “Después de que las hojas han caído volvemos/ a un sentido llano de las cosas. Es como si/ llegáramos al fin de la imaginación, inanimados por un savoir inerte// Es difícil elegir el adjetivo/ para este gran frío en blanco, esta tristeza sin causa (…) Incluso la ausencia de imaginación tenía/ ella misma que ser imaginada. El gran estanque/ su sentido llano, sin reflejo, hojas/ barro, agua como un vidrio sucio, expresando silencio// de un tipo, silencio de una rata que sale a mirar el gran estanque”. Y no sé por qué, pasé a Elefantes, de Marianne Moore, poema que no pertenece a su época final, pero en el que, como en buena parte de su obra, aparece la animalidad a la que hace referencia Stevens, poema que, además, para matar el tiempo mientras hago como que trabajo, traduje como un juego, disconforme con la versión publicada por Lumen: “(…) no está aquí para adorar, y es demasiado sabio/ como para llorar, prisionero a perpetuidad, resignado ya/ Con la trompa totalmente recogida –signo de derrota/para el elefante– resistió, pero ahora es hijo/de la razón. Su trompa erguida parece decir: cuando/ ya no esperamos nada, entonces renacemos (…) Las privaciones hacen al soldado; luego, el deseo de aprender/ hace de él un filósofo, como Sócrates,/ poniendo a prueba prudentemente toda duda, sabía que el más sabio es el que no está seguro de saber./ Quien cabalga sobre un tigre nunca puede desmontar;/ duerme sobre un elefante y tendrás reposo”. Y no sé tampoco por qué, siendo que pocas cosas me son más lejanas que los animales, algo ocurrió que el poema se me hizo cercano, cotidiano, casi íntimo. Esa dimensión íntima se vuelve, a veces, secreta, o aparece donde menos se la espera, como en el poema de Carol Maillard: “Larga charla imaginaria con vos mientras me bañaba/ Tendría que anotar esas cosas/ Porque cuando te veo las olvido”.