La fecha es una frontera, un limite. Desde el 1 de febrero, habrá análisis de sangre diario para los miembros de la Corte Suprema, tropezaran con la Gestapo al salir de la casa, ingresarán a zona “danger” o “forbidden” cualquiera sea el desplazamiento. Su bucólica rutina de hoy será invadida. Empieza ese día la marcha de los condenados, una manifestación contra el cuarteto de ministros por parte de una serie de grupos sociales, sindicales, marginales de la política y otros que de la Facultad de Derecho ni siquiera la ubican como referencia geográfica. Un acto impulsado por Cristina de Kirchner con el aval insólito del Presidente, quien parece molesto por el funcionamiento interno de la Corte justo cuando el instituto alcanza récords en materia de fallos. O sea, pretende una justicia mas lenta. Y, además, favorable a sus designios. Poco sustento en su reclamo, como el del secretario de Justicia, Mena, formado mas en el espionaje —y su reconocida casta de obvios acompañantes— que en alcanzar la medalla de oro como abogado. Dijo estar “harto” de la Corte, como le protesta a su mujer cuando le sirve el desayuno frío. Como se verá, argumentos infantiles para asustar con un juicio político o con la perdida de la jubilación, otra acechanza que utilizaron con dos ministros obligándolos a renunciar cuando gobernó Néstor. Para colmo, la iniciativa del acto la personifica Luis D’Elía, quien aspira a constituir una corte popular como en la Revolución Francesa, asumiéndose en una caricatura de Robespierre, aquel que era adorado por las mujeres y sin embargo murió virgen. D’Elía no reúne ninguna de las dos condiciones, salvo la venganza personal contra una Corte que lo condeno por asaltar una comisaría.
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Ella se reitera obsesiva en el tema penal, máxima incógnita de su vida. Comprensible: le cuesta explicar los cadáveres en su placard y dice lo mismo que todos los encarcelados en Ezeiza y Sierra Chica: soy inocente. Pero extraña la urgencia en servirse de la política para su objetivo: las causas que la afectan no figuran aun en la agenda de la Corte, en todo caso la próxima marcha puede ser una advertencia para asediar a la Casación que debe pronunciarse sobre Hotesur. Los Sauces y otras yerbas familiares. Poco imaginativa, Cristina recupera la técnica oprobiosa de su difunto marido para invadir la Corte, lo que significa en términos militares una declaración de guerra futura. Hay quienes, sin embargo, especulan con otra idea de la dama: como el arreglo con el FMI no será una brillosa copa para presumir en una vidriera, la épica del gobierno requiere de otro enemigo y, en ese caso, sería correcta la elección de 4 magistrados a presentar en el cadalso, eventualmente un procurador de la provincia y algunas otras nimiedades institucionales. Ella se guía por la negatividad en la política que encarnó Carlos ‘Chacho’ Álvarez más que en los consejos de Laclau: la oralidad es más digerible que la lectura. Han hecho estragos las volutas de humo y la borra del café en la mesa de café de Humphrey Bogart, como se llamaba al que luego fue vice de De la Rua, por estar siempre instalado en el bar Casablanca.
Cuesta ahora entender la aversión de Cristina por el numero de miembros de la Corte, cuando ha sido ella la promotora de ese resultado. Como el mismo Alberto Fernández, orgulloso de esa cumbre numérica acompañando a Néstor. Cambien sorprende el encono femenino con uno de los miembros la Corte, el titular Rosatti. Ella lo admiraba con unción en la Convención Constituyente del 94 y, si no fuera por otros afectos, tamaño encandilamiento hubiera sido sospechoso. Lo mismo le pasaba entonces a Lilita Carrió con este hombre de varias facetas. Después la actual Vice contribuyó para que su marido lo incorporara al gobierno y, con seguridad, se habrá declarado neutral cuando fue la sórdida puja por la concesión de cárceles que Rosatti se negó a firmar. Hay cadáveres que ella no oculta, justo es reconocerlo aunque la afecten. Pero sigue el suspenso por el odio al cuarteto, ya que nadie nadie puede tener discrepancias graves con Maqueda, ella y el cordobés se conocen desde el Congreso, han sido ambos hijos de Duhalde, peronistas clásicos.
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Tampoco puede asombrarse de Rosenkrantz, reputado como hombre de Clarín, cuando ella fue en su momento mujer de Clarín, junto al personal ad hoc elegido: el solícito Alberto, quien humanitario y gentil, visitaba al dueño del grupo, Magnetto, cuando atravesó una operación que parecía terminal. Y menos, claro, de Lorenzetti, quien siempre evitó conflictividades en su larga carrera que hirieran a la dama y al finado. Con el Presidente actual, a su vez, lo recibía cuando ni el propio Fernández se imaginaba que iba a ser Presidente. Claro, tenía buenos clientes. Entonces Alberto cultivaba las 20 verdades peronistas, cuestión que ahora sabemos era un encubrimiento a otra filosofía personal: la hippie. Siempre de traje y corbata, botines con cordones y portafolio, peluquero todas las semanas, hombre del hormigón armado de la ciudad, nadie supo de su clandestinidad de pensamiento en las florcitas, los pajaritos, la vida al aire libre que ahora admite. Y, de paso, el sexo. Como si en el peronismo no lo hubiera. Parece que no es lo unico que oculto de su doble vida.
Aparte de estas repentinas confesiones de diván y el litigio de los Fernández con la Corte y la ardua negociación con el FMI, no debería taparse otra realidad futura que supera la marcha de los condenados del 1 de febrero: las consecuencias nefastas de la sequía, tanto en el campo como en la energía, y el aplastamiento económico que vendrá con los nuevos precios del gas, por ahora no calculados en el presupuesto. A menos que Cristina conquiste a Putin y este se vuelva generoso con la Argentina, como hace con su súbdita Bielorrusia (a la que le da energía 4 veces más barata que a la insurrecta Moldavia, por ejemplo). Tanto ella como Alberto piensan en otros mundos para salvar el suyo.