Una remera estampada con el antiguo logo de ATC se vende a precio excesivo en Instagram y no puedo evitar la asociación con los adolescentes que se alejan del trap para escuchar bandas de treinta años atrás, los niños fanáticos de dibujos animados y videojuegos con gráficos retro o las viejas series de televisión que copan la parada en Netflix opacando a las novedades. Es como si los años 80 y 90 hubiesen clausurado algo indefinible, como si esos últimos resabios de vida pre internet provocaran la previsible nostalgia de aquellos que los conocieron pero también, y más llamativamente, la anemoia de los que ni siquiera habían nacido. Frente a todas las posibilidades que ofrece la vida hiperconectada de hoy, muchos de los usos, apetencias, tics y consumos de un pasado cercano que, sin embargo, parece remoto, se niegan a perecer. ¿Eran esas bandas, series, publicidades, películas, logos y vestimentas mejores que las de ahora, o su insistencia en seguir vigentes pasa por otro lugar?
Con la pandemia, mucho de lo que define a este milenio se profundizó. La vida digital, en la que el cuerpo tantas veces parece diluirse, se acopla al monitoreo constante sobre los individuos por parte de instituciones y empresas, pero también por parte de otros individuos. Como un síntoma difuso pero constante, la nostalgia de algo que duró muy poco o ni siquiera se vivió es, quizás, un antídoto para aliviar el vértigo que produce estar avanzando por un camino cuya única certeza parece ser la imposibilidad de volver atrás.