En Miedo a morir, película dirigida en 1960 por Yasuzo Masumura, hay un drama que se resiste a desaparecer, aunque el mundo aparente ir en su contra. Prefigurando con sus patillas, su blazer y sus modos simiescos a Arsenio (o Aramis) Lupin, animé que Miyazaki llevaría a la televisión pocos años después, Yukio Mishima encarna a Takeo Asahina, un personaje que cumple con todos los requisitos del género yakuza: marginal, bestial y curtido por un pasado que se infiere tormentoso. Su personalidad se resquebraja cuando llega el amor de la mano de la bella Ayako Wakao, una mujer que, al igual que él, constituye una suerte de antítesis de los ideales de nuestro presente de deconstrucción, culto a la empatía y nuevas masculinidades.
Ayako legitima el mal trato físico que Takeo, inepto para las terneces, le prodiga y, frente a un embarazo no deseado que promete complicar aún más su economía, se resiste al aborto y lo convence de formar una familia buena y legal. Lejos de aleccionar, la película aborda un problema universal y vigente que en Argentina es bien conocido pese a no protagonizar las agendas públicas: la violencia derivada de la falta de perspectivas garantes de un mínimo bienestar. Una violencia invariablemente atada a la pobreza que “se mama desde la cuna”, que socava las posibilidades de pensar críticamente y que es expandida, como una metástasis, a todos los ámbitos de la vida.
Tras haber cedido al impulso de obrar bien, Takeo comprobará que estaba irremediablemente condenado al mal, como sucede con tantas personas que comprenden que nunca serán incorporadas a las estructuras que tienen al alcance los estratos medios y altos. Verá una puerta de salida, una escalera mecánica y muchas balas, al igual que el Carlito Brigante de Brian De Palma y que tantos otros hombres, reales y de película, cuya disyuntiva más frecuente es matar o morir.