Hace un tiempo, junto a una amiga cruzamos a una mujer con un cartel en alto que decía “Alberto”. Inferimos un apoyo al Gobierno que se trastocó al verla de espaldas: en el dorso, el cartel decía “basura”. Caminó hasta llegar a un viejo Fiat Ducato al que subió no sin antes revolver en la cartera símil cuero buscando la llave. “Viene de una marcha de la derecha”, dijo mi amiga, e ironicé sobre lo lumpen que se ve la derecha a la que temen algunas voces del oficialismo y la izquierda en diatribas de red social y oblicuos análisis políticos. “Son conservadores”, aportó mi amiga, y le recordé argumentos como “se saca fotos con poca ropa” (usado por “la reacción conservadora”, movida periodística destinada a marcar en redes a quienes también supondrían una avanzada de la derecha en contra del Gobierno) entre otras acciones puritanas del último progresismo.
También traje a cuento a Moreno y Grabois, coincidentes al hablar de una oligarquía que operaría como la de siete décadas atrás, y añadí que, para mí, estamos más bien frente a una argamasa hecha de resabios de un patriciado preñado de nuevos ricos y una clase media que vive en el abismo. Sin hacerse eco, mi amiga insistió en que los libertarios de Twitter, los nacionalistas “línea Trump” y los vacunados de Miami son “peligrosos” y en que hay que separar Iglesia y Estado, como si fueran uña y carne. También recitó pasajes tragicómicos de los discursos con los que Milei seduce a jóvenes reaccionarios que fantasean con la salvación liberal. Quise profundizar poniendo sobre la mesa el remate de recursos de los que opositores y oficialistas participan por igual, como lo hacen en negocios inmobiliarios y pools sojeros, pero no hubo quórum. Tampoco cuando hablé de las similitudes entre Bullrich y Berni, los candidatos de CABA y las consignas cínicamente frívolas de ambos lados de la grieta.
A cambio, me reclamó mayor esfuerzo para ver, como ella, una amenaza oligárquico católica en lo que para mí es una bolsa de gatos de la que Jean-Marie Le Pen se mofaría. Traté de argumentar que la Argentina no tiene un voto religioso (excepto que estuviera incubando un bolsonarismo fogoneado por iglesias evangélicas financiadas desde el exterior) ni un voto oligarca de peso, y resumí que la derecha de la que se habla parece diseñada por quienes ven más glamoroso medirse con un neofascista heteropatriarcal como los de antaño que con una masa sin expectativas ni rumbo como la de hoy. Rematé con que la salida parece esquiva con una clase dirigente cada vez más enajenada de las necesidades reales de las capas medias y bajas y más preocupada por perpetuarse en el poder mediante alianzas con los que públicamente tilda de enemigos. “Es más complejo”, replicó condescendiente mi amiga, y para mostrar su tolerancia al disenso me invitó un Peace&Lunch de Starbucks.