La muy saludable conmoción internacional provocada por dos escándalos mayores, las denuncias de acoso y chantaje sexual en Hollywood y los paradise papers, corre el riesgo de quedarse en eso; en escándalos pasajeros que revelan cosas que casi todo el mundo sabía, pero que toleraba por conveniencia, cobardía o íntima aprobación.
Esto vale tanto para las agresiones y chantajes sexuales como para la evasión fiscal, Odebrecht o los escándalos de pedofilia y financieros del Vaticano. Lo que está ocurriendo o, mejor, lo que está siendo revelado en el ámbito de la relación mujer-hombre y Estados-ciudadanía-poder económico es el principio de un cambio profundo y de larga duración, porque es cultural. Por rápido que vayan las denuncias, los castigos y la aprobación de nuevas leyes, el riesgo es quedarse navegando en la espuma de esos cambios.
Lo de Hollywood es en efecto un escándalo de positivas secuelas. Pero aunque ha estallado hace ya tiempo, los medios, con alguna excepción, no han iniciado investigaciones serias sobre el asunto en la clase trabajadora, empresas o Estado. Convengamos en que, ante un chantaje sexual, no es lo mismo lo que se juega una trabajadora de servicios, industrial o administrativa, con hijos y a veces hasta marido que mantener, que una joven aspirante a estrella de Hollywood con estudios y familia, cuando no portadora de apellido.
Los medios tampoco se ocupan demasiado por establecer grados de agresión: siendo el acusado un “famoso” dará lo mismo que lo acusen de violador que de “mirada lasciva”. Es su nombre el que hace el título. Ni hablar de la presunción de inocencia. Tanto en los medios como en la opinión, están condenados. El caso de Weinstein es obvio por la gravedad y número de los cargos, pero otros altos personajes se han visto obligados a renunciar o han sido despedidos antes de que un juez se pronunciara; incluso antes de que se hubiera establecido el nivel de veracidad y gravedad de la acusación. Es cierto que en la mayoría de los casos los acusados no han podido o querido negar los cargos y que las acusaciones acaban siendo varias. Pero hasta los peores criminales tienen derecho a la presunción de inocencia.
Y aquí viene lo de “cambio cultural”. En el punto de la historia en que estamos, al menos en Occidente, una violación es un crimen y a partir de allí existe toda una gama, hasta asuntos de difícil evaluación, como una “mirada lasciva” o un piropo. ¿Vamos a acabar metiendo todo en la misma bolsa? Algo de eso está pasando. En Estados Unidos, muchos hombres rehúsan entrar solos en un ascensor con una mujer, por temor a alguna acusación de ese tipo. Algunos profesores universarios se han visto acusados de misóginos o racistas por reprobar en un examen a una mujer o a un negro. “Ahora ya no los llamamos negros, sino afroamericanos, pero siguen ganando la mitad del salario, y de eso no nos ocupamos”, dice más o menos Robert Hughes en La cultura de la queja (Anagrama, Barcelona, 2002). Es también el caso del salario femenino.
Más de lo mismo con los paradise papers. Gran conmoción mediática, algunas renuncias y despidos, pero ninguna propuesta internacional seria para acabar con un problema que ningún país puede resolver por sí mismo. Salvo alguna opinión, los medios tampoco ponen el tema sobre el tapete. Es que el mundo de hoy no lo manejan Estados ni dirigentes políticos, sino el enorme poder económico de grandes empresas y personajes, también dueños de medios de comunicación; un inextricable entretejido. Se han invadido países con un costo de miles de muertos, pero las islas Caimán podrían ser tomadas por un destacamento de policía. Es que en los primeros había petróleo; en los paraísos fiscales están las fortunas del verdadero poder político mundial, que deben preservarse.
Todo esto da para mucho más, pero se trata de no quedarse en la espuma de las cosas, como advertía Paul Valery.
*Periodista y escritor.