Quizás de toda la producción intelectual de Ricardo Rojas, la obra que le sigue brindando fama a este escritor es su Historia de la literatura argentina. Más allá de las posibles divisiones arbitrarias, de los errores de fechas o del estilo recargado, esta obra polémica, en tanto asegura la existencia de la literatura argentina a principios del siglo XX, constituye el primer libro de crítica argentina que intenta sistematizar nuestra producción literaria. Un antecedente inevitable, a la hora de revisar nuestra historia cultural y escribir nuevas historias de la literatura. Sin lugar a dudas, muchas de las ambigüedades o carencias que presenta esta obra están relacionadas con el deseo de Rojas de encontrar el fundamento y con ello la existencia de una “identidad argentina”.
Evidentemente, la falta de predomino de un pueblo o una raza para enhebrar una historia de identificaciones con el territorio era un obstáculo importante al momento de pensar una genealogía cultural. Tampoco se había dado, en cuatro siglos, el predomino político y cultural del pueblo colonizador. Más bien, Rojas percibe la supervivencia de costumbres y lenguas indígenas con la cultura española colonial y la cultura europea moderna, producto de las inmigraciones de fines del siglo XIX. Desde este panorama, la salida de Rojas de Eurindia es bastante original, pues no pretendió la predominancia de la cultura española, si bien recuperó sus raíces; tampoco pretendió un indigenismo obsoleto que desconociera las inmigraciones europeas haciendo un culto al pasado, bastante heterogéneo por cierto, de las culturas precolombinas. Ni tampoco planteó una identidad nacional fundada en el gaucho, ya fuera hijo de español o mestizo, a pesar de las lecturas de algunos de sus críticos. A diferencia de muchos de sus coetáneos nacionalistas, no reivindicó la genealogía de la elite criolla ni se indignó por la certeza del mestizaje. Esto último, causa de malestares sociales según lo profesaban tanto las reflexiones nacionalistas como las positivistas.
A pesar de su tendencia a proyectar una homogeneidad cultural y armar un discurso coherente a tal fin, Rojas percibe la fragilidad de cristalizar en una unidad ese mapa heterogéneo que la historia del territorio destinaba como un horizonte de expectativa. Por eso, consideramos que la dialéctica de indianismo y exotismo, en tanto sistema de inclusión permanente (más allá de la dialéctica, si se me permite emplear estas palabras, de hegemonía y resistencia), no sólo comprende las migraciones pasadas sino también las futuras, sin poder ser otra cosa, esto de la homogeneidad cultural, que un proyecto a construir, siempre inconcluso. Esta lectura explicaría esa persistencia y el punto de partida de esas mestizaciones anónimas, que animan a la sociedad heterogénea de las primeras formaciones nacionales y su filiación con las migraciones modernas provenientes de Europa. La dialéctica de indianismo y exotismo aún puede comprender las migraciones internas y latinoamericanas del siglo XX.
Escribe Rojas que “los continentes son organismos geográficos destinados a servir de asiento a un tipo de cultura”.
La anomalía de nuestra cultura, precisamente, consiste o se origina en que “el genio americano perece en una atmósfera que no es la suya, porque históricamente es de Europa, y el genio europeo también perece en ella porque geográficamente esa atmósfera es de América”. Se trata de una civilización mecánicamente trasplantada a un suelo. Hay un conflicto en este proceso que Rojas percibe como trágico. Por esto mismo, llama “etnogonía” a la formación histórica de las razas en América.
La anomalía de nuestra cultura se halla en la ciudad americana, la ciudad que implica origen de la civilización, pero en América –recuerda Rojas– “ha sido siempre un fortín de conquista militar o una factoría de conquista económica”. Lejos del aliento creador de los dioses de la polis europea. Si para Sarmiento la barbarie había ganado a las ciudades, para Rojas, la “civilización materialista” de las ciudades hacía perecer, opacaba, el genio americano. Este conflicto lo vio Sarmiento en su antinomia “civilización y barbarie”, pero lo vio con ojos europeos y, políticamente, no con esencia metafísica y simpatía americana.
Los parámetros europeos y los tiempos de la historia externa, según el autor de Silabario de la decoración americana, hicieron entender a Sarmiento como “barbarie” lo propio del pasado colonial y el continente americano, es decir, las culturas precolombinas. El sanjuanino pensó –sugiere Rojas– que podía hablarse de una población nula culturalmente y de una civilización.
No vio que en las napas de la tierra sobrevivía el genio americano como perecía el genio europeo en el continente. Pensó en términos de dominación, políticos, y no en términos trágicos. Con amor y dolor, ante la fatalidad del genio americano. Para Rojas, tanto el genio americano como el europeo están destinados, fatalmente, a perecer. El primero, porque se le ha yuxtapuesto una atmósfera europea que no es la propia (la sociedad de trasplante), y el segundo, porque la geografía no le es propia. Por lo tanto, a la naturaleza se le revela el progreso, y al progreso, la naturaleza. Lo trágico es, justamente, que una no puede imponerse sobre la otra, lo que garantizaría la supervivencia de una de ellas en la lógica de la lucha por la vida.
*Autora de Ricardo Rojas: nacionalismo, inmigración y democracia, editorial Eudeba.