¿Restauración? Mentira grosera. Ese 10 de diciembre no se restauró nada. Fue una auténtica fundación. Ni Frondizi en 1958, ni Illia en 1963, ni los presidentes peronistas de los 70 (Cámpora, Juan Perón, Lastiri e Isabel) gobernaron democracias.
Raúl Alfonsín inauguró, en cambio, el primer ciclo verdaderamente democrático de la Argentina. Los gobiernos de Yrigoyen (el de 1916-1922 y el iniciado en 1928, pero abortado por el golpe del ’30) y el de Alvear tuvieron origen electoral pero, juzgados desde los criterios inclusivos y representativos de hoy, no podrían ser calificados a la altura de los de 1983. No votaban las mujeres, la mitad del padrón.
Los comicios de 1946 y 1951 tampoco podrían ser encuadrados, pese a la mayoría justicialista en ambos casos, como jornadas de las que surgieron mandatos democráticos. Según la precisa y contundente definición de Luis Alberto Romero, democracia es un sistema de gobierno con “supremacía de la ley, división de poderes, responsabilidad ciudadana, debate general para la construcción del interés general o, al menos, de acuerdos razonables”. Esta sencilla y poderosa descripción revela que la democracia argentina nació hace apenas un cuarto de siglo, endeble, hipotecada y sin cláusulas contractuales que susciten un masivo compromiso social para respetarlas en serio. Así que de restauración, nada. Hace apenas 25 años comenzó todo. Jugarreta de la historia: esas Fuerzas Armadas corrompidas y brutales que derramaron crueldad, torpeza y mediocridad desde que derrocaron a Yrigoyen y plagaron al país de golpes de Estado, en todos los casos fervorosamente apoyados por sectores civiles que en algunos casos eran sustanciales, organizaron y presidieron elecciones libres de las que surgió la era en que vivimos, aún erecta, pero atribulada y cascoteada. ¿La toleramos por tedio y falta de ideas? ¿Nos enorgullece y estamos persuadidos de que es un sistema satisfactorio y noble? ¿La padecemos con dientes apretados hasta que los dislates acumulados terminen propiciando el retorno a métodos y conceptos más rápidos y “eficaces”? De las elecciones que les dieron el triunfo a los radicales proviene una formidable foto de época que vale recordar. En el acto de cierre de campaña, que congregó junto al Obelisco a más de 800 mil personas ese miércoles 26 de octubre de 1983, antes de Alfonsín, los oradores fueron Jesús Rodríguez (de 28 años), Alejandro Armendáriz y Fernando de la Rúa, precedidos e intercalados por artistas como Jairo, José Angel Trelles, Cacho Tirao, Los Arroyeños y Luis Brandoni, entre otros. En ese contexto y ante la magna muchedumbre, Alfonsín dice: “Cuando denunciamos a quienes proponen, de uno u otro modo, perpetuar la violencia, la prepotencia o la intolerancia como método de gobierno, no queremos ni nos importa denunciar a una o varias personas determinadas. Lo que nos preocupa y lo que nunca dejará de preocuparnos, es impedir que ese método destructivo siga imperando en nuestra patria, que siga aniquilando los esfuerzos de todos los argentinos, que sigan condenándonos, como nos condenaron hasta ahora, a ser un país en guerra consigo mismo”.
Esa definición de los albores de la nueva era es de actualidad formidable ahora mismo. Aun cuando este país ha logrado superar exitosamente algunos impedimentos serios para vivir de manera civilizada, ese “estar en guerra consigo mismo” que denunciaba Alfonsín hace un cuarto de siglo sigue empapando tramos centrales del curso de los acontecimientos. Con tasas chinas o crecimiento cero, prevalece un notable y arcaico predominio de crispaciones estériles y pobres enconos.
Impresiona, en la fecha del icónico cuarto de siglo, que la Argentina haya vivido, y lo siga haciendo, obnubilada con agendas de inmediatez sofocante y en permanente negación de que gran parte de las miserias sociales del país derivan de las herramientas con que se maneja y de los supuestos en que se apoya para gobernarse. Es un dato innegable que en la sociedad existe un distanciamiento muy acusado respecto de las instituciones y de todo proyecto colectivo, pero también que esa fuga a lo privado no es obvia consecuencia del fracaso de la política, o –al menos– no la derivación exclusiva de ese fenómeno. En el ensimismamiento de habitantes que optan por no ser ciudadanos, hay también problemas de data larga y causas diversas y convergentes, que deberían preocupar y concitar un movimiento reparador. No lo hay. Taladra el nervio central del sistema argentino una infantil falta de asunción de responsabilidades propias.
El domingo, Santiago del Estero reeligió a su gobernador. Al margen de votar un 30 de noviembre para un mandato que comienza el 20 de marzo, sólo concurrió el 54 por ciento de los santiagueños registrados. Es evidente que es un mapa democrático precario en involucramiento civil, con apego firme a calendarios comiciales, pero con fuerte caída de la densidad política de la época. En una gran cantidad de provincias y municipios del país la rutina electoral provoca impavidez y hastío. Casi siempre, esa atonía es tierra fértil para el retorno de demonios autoritarios. En tal sentido, la boda ideológica kirchnerista entre el montonero Carlos Kunkel y el carapintada Aldo Rico en el políticamente oscuro e insalubre Gran Buenos Aires es una involución monumental. Gesto banal y grosero, denuncia sin embargo la actual irrelevancia de diferenciaciones válidas hasta hace poco y necesarias más que nunca, como la que denunciaba el joven Alfonsín de hace 25 años, cuando hacía referencia a la violencia, la prepotencia y la intolerancia como métodos habilitados para preservar a toda costa el poder.
La democracia de estos 25 años no ha mejorado la política que se desplegó en las libertades recuperadas en 1983. Por eso sigue siendo válida la fulminante sentencia de Guillermo O’Donnell, incluida en su luminoso e imprescindible El Estado burocrático autoritario de 1983, cuando describe el sistema político argentino como “profundamente antirrepresentativo y agresivamente antiinstitucional”. Vale para hoy, gracias al modo kirchnerista de gobernar. Para O’Donnell, “hay una historia argentina de gran descuido de la institucionalidad, que viene de mucho antes del día de hoy” y por eso marca a fuego “una posición agresivamente antiinstitucional, en la medida en que los líderes sienten que son la encarnación de los verdaderos intereses de la Nación. Desde esta visión ultradecisionista, cesarista, las instituciones son un obstáculo. Un parlamento con personalidad propia demora; un Poder Judicial independiente molesta”.
Los fuegos fatuos del colapso de 2001-2002 demolieron un escenario deteriorado y deficitario, pero desde un agresivo nihilismo. No se ha reconstruido el indispensable tejido de mecanismos que permitan aplastar para siempre las pesadillas antidemocráticas. Veinticinco años después, con un vicepresidente exiliado dentro del gobierno y un congreso que, al igual que los gobernadores, vive bajo el cepo de un Ejecutivo de poder discrecional, no hay razones para avizorar con ilusiones creíbles el futuro político. “Todos somos humanos y falibles, pero esta vez contamos con muy poco espacio para el error o la flaqueza” reconocía Alfonsín el día que asumió, en su mensaje al Congreso. No es que hoy haya poco espacio. Ya no hay espacio alguno.