“En estos días que pasaron, la Recoleta y otros barrios estuvieron sin luz. Todavía hay algunos que no tienen luz, y no se escuchó ni una cacerola”.
Cristina Fernández, fanática admiradora de sí misma, no pudo con su genio.
Después de estirar los límites de la veda electoral a su antojo, de poner y sacar del escenario al presidenciable de su partido como si fuera un conejo de galera y dar las últimas puntadas a un acuerdo que amarrará el país a una controvertida alianza con la Rusia imperial de Vladimir Putin, grabó un mensaje para La Cámpora.
Desde la pantalla gigante del Luna Park, en donde los chicos para la liberación cerraban el miércoles la campaña de Axel Kicillof, desplegó sus irónicas referencias acerca de la clase media porteña. Más precisamente, sobre los vecinos de Barrio Norte, la elegante zona de la Ciudad que ella misma había elegido para instalar su segundo hogar cuando la actividad política la trajo desde Río Gallegos hasta Buenos Aires.
Haciendo su habitual despliegue de mohínes, la Jefa ni siquiera se privó de deslizar una antipática (e injusta) comparación entre los sufrimientos “verdaderos”, aquellos que padecieron las víctimas de la dictadura, y los de quienes se quejan por “cuestiones banales” como los cortes de calles y otros infiernos cotidianos. Una vez más partía el mapa a su antojo. Y, sacando provecho de que esta vez la energía eléctrica se interrumpía por culpa de una contratista de la Ciudad conducida por el opositor Mauricio Macri, se le antojó conveniente pasar la correspondiente factura. “Ahora los burguesitos porteños no dicen ni mu”, pareció sugerir la señora, famosa en el mundo entero por su particular devoción hacia el universo Louis Vuitton. “Si la luz se corta por culpa de algunos, no se escucha ningún cacerolazo en la Ciudad de Buenos Aires. En cambio, cuando se corta porque hace 40 grados de calor y todos están usando los aires acondicionados, se viene el mundo abajo”, disparó recargada de rencor. La crisis energética, una de las más pesadas herencias que dejará su gobierno, quedaba así subsumida a los avatares de la guerra popular prolongada.
De tanto en tanto, Cristina parece destilar un elitismo instintivo y primario que se parece bastante al resentimiento. Ella, que logró un meteórico ascenso social, desde una infancia de privaciones en un barrio obrero del Gran La Plata hasta consolidar una fortuna gigantesca y recibir todos los mimos del poder, suele sin embargo perder los estribos con facilidad cuando se siente agredida por sectores que supuestamente deberían rendirle pleitesías. “Piquetes de la abundancia”, descerrajó en 2008 contra los productores agrarios que se sublevaron contra las retenciones al campo. En esa bolsa de adversarios entraban todos, desde un pequeño chacarero hasta el mayor terrateniente argentino. Hiriente, sin dejar el más mínimo espacio para la negociación, la Presidenta fue instalando durante sus dos mandatos la furia verbal como política de Estado.
Origen. Laura Di Marco, autora de Cristina, la verdadera historia, ha buceado como nadie en los orígenes de aquella muchacha platense de carácter volcánico que terminaría marcando a fuego la vida de los argentinos durante doce años, primero como esposa y luego como dueña absoluta del Estado.
Cuando el horizonte se llena de nuevos interrogantes, porque lo único que parecería asegurado es que en pocos días más Cristina Fernández dejará de ocupar el centro de la escena (¿será así?, ¿para siempre?), quizá convenga repasar un par de las perlas halladas por su biógrafa:
“Me recuerdo parada en esa esquina donde nació Cristina –cuenta LDM en La Nación del 8 de agosto de 2014– pensando que es imposible entenderla –y tal vez entender a la Argentina– sin conocer aquella parte de su historia. O sin conocer Tolosa. Porque sólo revisando su vida pre Kirchner, se entiende por qué a esta mujer, que hoy es más rica que Obama, la sigue hiriendo que le digan ‘grasa’, tal como le confesó, en una entrevista a solas, al joven del PRO Pedro Robledo: un término que la conecta con sus vivencias de la adolescencia y su primera juventud”.
A continuación, Di Marco narra el primer romance de la futura presidenta y cómo, al descubrir las mieles del ascenso social fue, simultáneamente, incubando su profundo recelo hacia la clase media. Sucedió cuando tenía 16 años. A esa edad, Cristina comenzó a noviar con el rugbier Raúl ‘el Lagarto’ Cafferata, un muchacho nacido en el seno de una familia acomodada de la Ciudad de las Diagonales. “Aquel noviazgo –explica la periodista–, que duró cinco años, significó para ella un pase a otra clase social, aunque a la vez la convirtió en un blanco de desprecio por parte de aquel círculo de la ‘aristocracia’ local, cuyos miembros se creían más de lo que eran”. ¿Habrá nacido allí ese inocultable deseo por ser temida antes que querida? ¿Ese odio que derrama a toda persona que no piense como ella?
Fin. ¿Fin? A punto de culminar la larga etapa kirchnerista, cabe preguntarse si esta prédica cargada de bronca sirvió para construir un país mejor. Los datos de la estructura social argentina dicen lo contrario. Es que el resentimiento no construye, destruye. Aplana la creatividad, desaloja las ansias de progreso. En definitiva, es profundamente reaccionario.
Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz, que acompañó al Gobierno en varias iniciativas, acaba de confesarlo, con cierta amargura, ante el diario El País de España. “Después de tantos años de lucha, no sólo en Argentina, en América Latina, le digo que no hemos luchado para esto. Luchamos por una sociedad libre, más justa, una democracia participativa. No para gobiernos autoritarios donde aumente la pobreza, la marginalidad y la falta de respeto al derecho de las personas y de los pueblos. Hemos arriesgado nuestras vidas, nuestras familias, hemos pasado por las cárceles y las torturas y no fue para llegar a una situación de mediocridad como la que tenemos”.
Triste final de un tiempo cargado de pirotecnia. Ojalá hoy empiece algo mejor.