COLUMNISTAS

La gloria para cualquiera

Desconcertantes, dispersos, irregulares, paralizados por el miedo escénico o la falta de convicción, los equipos de esta extraña competencia dejan pasar alegremente sus mejores chances y, como espejo de la oposición política argentina, parecen decididos a dividirlo todo, a tirarse de las mechas en busca del premio mayor, un segundo lugar.

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“Es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es tan sólo encantadora o aburrida”
Oscar Wilde (1854-1900)

Desconcertantes, dispersos, irregulares, paralizados por el miedo escénico o la falta de convicción, los equipos de esta extraña competencia dejan pasar alegremente sus mejores chances y, como espejo de la oposición política argentina, parecen decididos a dividirlo todo, a tirarse de las mechas en busca del premio mayor, un segundo lugar. Porque el liderazgo de verdad sigue vacante.
Lejos estoy de preferir hegemonías prepotentes al estilo Gran Matrimonio del Sur. Al contrario. Harto estoy de la fórmula “River y/o Boca” y su imperativo categórico antikantiano: venden, por lo tanto, el mercado necesita que ganen sí o sí. Detesto esos indignantes torneos donde todo está dicho de antemano con dos o tres candidatos únicos y la comparsa alrededor. Sobran los ejemplos, y en Europa más que aquí. Una competencia de nivel asegura el espectáculo, la evolución y también el negocio. Buenos contra buenos para encontrar el mejor de todos, digamos. No es éste el caso, lamentablemente. La gran mayoría de los equipos son francamente malos, disculpen ustedes la franqueza. Si a veces juegan brillantemente será gracias a cierto talento incontrolable, esa argentinidad básica. Pero la mayoría del tiempo fluctúan entre el papelón y la revancha gracias a la irregularidad ajena; y si viajan al exterior... suelen ser vapuleados sin piedad. Esa es la triste verdad, muchachos. Veamos si no: el puntero, Independiente, perdió cuatro partidos en 13 fechas y Central, el último, ¡cinco! Así de parejo, así de berreta. Los planteles se han armado con novatos que al tercer partido bien jugado ya serán vendidos a cualquier rincón perdido del mundo con divisa fuerte; con profesionales del montón, mercadería de consumo latinoamericano; más algunos entusiastas del Nacional B y veteranos de luxe que regresan para un último lujo de ricos: ser profetas en su tierra. Semejante mezcolanza produce de todo. Partidos espectaculares y plomazos de terror. Confirma la vigencia de Palermo, goleador histórico pero de cabotaje y nos apabulla con Denis –15 goles en 13 partidos, hoy desplazando a Crespo en la Selección de Basile–, un muchacho que hace apenas 90 días rara vez abandonaba una cancha sin ser silbado. Y hasta permite la fantástica recuperación del Burrito Ortega, el hecho más conmovedor de todos, lejos.
Bipolares severos, la mayoría pasa del desastre al relato heroico, como Passarella y su River. Golean, son bailados inmisericordiosamente por equipos que pelean por no descender y después aniquilan al cuco más temido. Ganan, pierden y repiten el ciclo, muy al estilo del espasmódico Banfield de Llop. Los angustia la intolerable soledad del poder –el caso de Independiente es de manual–, o se paralizan fatalmente por desidia, esa rutina banal del éxito obligatorio, endémico mal del Boca de Miguel Russo. Lo de Racing, a esta altura, es bastante más patético que divertido y los últimos campeones, San Lorenzo y Estudiantes, parecen hoy sainetes de Vacarezza, con final abierto.
Sólo sobrevive un equipo que, pese a todo, mantiene un estilo, una estética, ese touch que el Imperio de lo Fugaz convierte en exótico: Lanús. Extraña institución conducida por dirigentes de bajo perfil que se han dado el lujo de sostener un proyecto serio por dos años, más allá de resultados a favor o en contra. Ramón Cabrero es su técnico; un tipo inteligente, maduro pero no antiguo, que no regala autos, no necesita vender humo ni mucho menos jugar a ser Mick Jagger para hacerle el show a la tele. Jamás le tembló el pulso para sacar de su equipo a cualquiera de sus little stars si juegan mal o rompen sus códigos de disciplina y su equipo sabe tocar y jugar lindo sin depender de San Enganche Benedictus, como Basile. La política del club es vender jugadores sólo al exterior. Compran poco y bueno, les sacan el jugo a sus inferiores y no dependen de empresarios ni de inversores. Tienen, además, una hinchada folk, seguidora, en la que no se destacan, por fortuna, delincuentes comunes ni idiotas musculados en busca de sus 15 minutos de fama. Nada mal.
Lanús es como un déjà vu de aquel viejo país de los tempranos años 80, tan voluntarista y naïf, tiempos en los que el negocio se mordía los labios pero se bancaba campeones insólitos, el Ferro de Márcico, el Argentinos Juniors de Borghi, el Estudiantes bilardiano que juntaba a Ponce, Trobbiani y Sabella. Lanús brilla por contenido y gracias a su libertad, directamente proporcional a su distancia con el poder. Aunque es probable que al final ganen los más grandes, los de siempre, uno querría apostar siempre por ellos. Son –si me permiten la comparación– del estilo de Carrió, de Binner, aun de López Murphy; gente rara, impulsada por una fe inquebrantable, fuertes convicciones o cabezas muy duras. Que ganen un campeonato aunque sea por penales, haciéndole pito catalán a las grandes marcas, a la publicidad del prime time y a la sensata lógica del establishment sería un lujo inesperado. Una buena noticia para el viejo club de perseguidores de horizontes.
Quién sabe, señores, esto es Argentina. Todo es posible, hasta lo bueno.