COLUMNISTAS
UN PAIS EN SERIO

La grieta submarina

Los 40 millones de directores técnicos hoy son especialistas en aguas profundas. Hundidos por la posverdad.

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Estoy en mi oficina, pongo la cámara en el trípode, enfoco, miro que el plano sea el adecuado, pongo a grabar.

—La leche tiene que estar bien caliente, pero hecha en una máquina de café exprés. Caliente pero no hervida, no debe hacerse en el fuego, porque de esa manera se forma nata. Tiene que estar bien caliente, pero con espuma. Como va a estar muy caliente, hay que ponerla en un recipiente especial, que consiste en un vaso

común de vidrio recubierto por una estructura de metal. Esta estructura de metal hace de descarga, porque contiene el calor e impide que el vaso se rompa. Si no ponemos esta especie de portavaso de metal, el vidrio puede romperse con el calor de la leche. Además, el portavaso

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de metal tiene una manija, que va a permitirnos agarrar la bebida sin que el vaso nos queme. Una vez que está la leche, hay que echar una barrita de chocolate. No hace falta partirla: si la leche está bien caliente, se puede echar la barrita entera y se va a derretir igual. Luego lo mejor es revolver con una cucharita de mango largo, para que llegue hasta el fondo del vaso. Después se le agrega azúcar, si es necesario. Aunque hay que tener en cuenta que el chocolate es dulce, y si ponemos mucha azúcar puede quedar muy empalagoso.

En ese momento entra Moira, mi secretaria.

—¿Qué estás haciendo? –pregunta.

—Uy, me interrumpiste –me enojo–. Ahora voy a tener que filmar todo de nuevo.

—¿No tenés que escribir tu columna?

—Sí, pero Carla me dijo que tengo que tener más presencia audiovisual con temas de actualidad –explico–. Así que estoy haciendo un tutorial sobre el submarino.

—¿Un tutorial? –se sorprende Moira.

—Sí, les estoy explicando a mis seguidores cómo se hace un submarino.

—Me parece que Carla te lo decía por el ARA San Juan, no por el submarino de chocolate con leche.

—¿Vos decís? –pregunto–. ¿Y por qué me pide eso? ¡Yo no sé nada sobre submarinos de mar! Yo sólo entiendo sobre submarinos de bar.

—¡No importa que no sepas nada! –me alienta Moira–. En este país no hay nada más sencillo que transformarse en un experto en algo. Con mantener la calma, el tono serio, usar corbata y poner cara de preocupación, cualquier dato sobre combustible, presión de aire, turbinas o lo que fuera que necesita un submarino para sumergirse pasa por cierto.

—¿Vos decís que nadie se va a dar cuenta? –pregunto–. ¿Que después nadie te va a pasar factura?

Moira lanza una carcajada.

—¡Noooo! –exclama finalmente, todavía entre risas–. Las facturas son para mojar en el submarino. Además, para cuando a alguien se le ocurra recriminarte algo, la información va a ser vieja y todo el mundo se va a haber transformado en experto en otra cosa. Puede ser en aviones, calentamiento global, física cuántica o alumbrado, barrido y limpieza.

—¿Vos decís que somos un país de expertos en cualquier cosa?

—Por supuesto. Por eso tenemos medios donde opinan expertos con medios en cualquier cosa.

—¡Eso es espantoso! –me quejo.

—Eso es lo que es –corrige Moira–. Y es lo que hay.

—¡Es jodido! –insisto.

—Es parte del folklore de la política y de la vida social y mediática argentina –sigue minimizando Moira–. Como la pedofilia en la Iglesia o el abuso sexual en Hollywood.

—Me parece que me equivoqué de profesión –afirmo.

—En principio me parece que te equivocaste de submarino –dice Moira mientras levanta el vaso con leche, el chocolate y la cucharita–. Y me llevo todo esto antes de que llegue Carla. Si te ve, te hunde.

Me quedo mirando a Moira boquiabierto, sin palabras por la bestialidad que acaba de decir. Mientras tanto, como si la hubiera invocado, en el mismo momento en que se va Moira entra a mi oficina Carla, mi asesora de imagen.

—¡Es el fin! –exclama Carla, sin saludar y sin sacar la vista de su celular–. ¡Se acabó la mentira, por fin vamos a poder hablar de los temas importantes!

—¿Qué pasó? –pregunto intrigado–. ¿Se terminó la grieta?

—No, algo mucho mejor: se terminaron las fuerzas armadas. O, más bien, se terminó la superstición de que es imprescindible contar con fuerzas armadas.

—¿Vos decís?

—Lo del submarino es insostenible –dice Carla mientras escribe en su celular. No sé si está buscando alguna información importante o reenviando alguna imagen del negro de WhatsApp.

—No me digas que vos también te volviste una eminencia en aguas profundas –me burlo–. Porque

pasamos de ser un país con 40 millones de directores técnicos a ser un país con 40 millones de expertos en submarinos.

—Al menos lo mío no es la leche con chocolate.

No sé cómo hace para enterarse siempre de todo, pienso, pero me quedo callado, hundido (sí, hundido) en la humillación.

—Lo del submarino es un horror, pero al menos sirve para instalar el debate de para qué queremos tener fuerzas armadas –continúa Carla–. Como pasó con el crimen del soldado Carrasco y el servicio militar obligatorio. Hoy la pregunta es: ¿qué sentido tiene tener fuerzas armadas?

—¿Vos estás loca? ¿Y si nos atacan?

—¿Vos decís que con una Armada que no tiene presupuesto para reparar un submarino, con tripulantes que ganan un promedio de 20 mil pesos, podemos vencer a algún posible enemigo? Tal vez a la armada boliviana, pero no mucho más que eso.

—¿Y quién tiene la culpa entonces? –pregunto–. ¿El gobierno anterior o éste?

—Depende de a quién le preguntes.

—Quiero saber la verdad –insisto.

—¡Ja! –sonríe Carla–. Esa te la debo. Pero a cambio te puedo ofrecer una montaña de posverdad.

—¿Otra vez la grieta?

—Así parece –responde Carla–. Esta vez la grieta parece ser entre quienes creen que la Argentina tenía menos pobreza que Alemania, como dijo hace un par de años Aníbal Fernández, y quienes creen que el sistema jubilatorio argentino es similar al de Finlandia, como dijo esta semana Emilio Basavilbaso, titular de la Anses.

—¿Y quién tiene razón? –pregunto.

—Eso es lo que tiene de bueno la grieta: vos elegís de qué lado de la posverdad te parás.

—¿O sea que la grieta también tiene que ver con el submarino?

—Por supuesto; la grieta es como el submarino –concluye Carla–. Parece que se hunde, que desaparece. Pero lo único que hace es desviar nuestra atención y poner en evidencia lo ridículos y predecibles que somos.