El coronavirus está transformando nuestro mundo de un modo que resultaba impensable hasta hace algunos meses. Para algunos, se logró detener la lógica frenética del capitalismo. Nada va a ser igual, auguran, mientras lamentan que se haya esperado tanto para reconsiderar un sistema económico cuyos efectos destructivos se anuncian a gritos desde hace décadas. El impacto es tal que hasta líderes, expertos y empresarios asociados con la derecha o el liberalismo económico reclaman medidas heterodoxas y se preocupan por los empleos que se están perdiendo cada día. Pocas veces se reveló con tanta contundencia que las penurias recaerán sobre los más vulnerables y son ellos quienes reclaman una atención perentoria.
Ahora bien, más allá de los desafíos de la asistencia, enfrentar las desigualdades sociales hoy supone menos la democratización del bienestar que la distribución de las pérdidas. Y es ahí, donde el dócil compromiso cívico que compartimos se anuncia pasajero. Mientras el presidente subraya la necesidad de un Estado activo, se vuelve a tallar la grieta entre quienes reclaman responsabilidad a los empresarios y quienes exigen un recorte patriótico en el sueldo de los altos funcionarios. Alberto promete aumentar las camas y los respiradores, asistir a los informales y desocupados, aumentar los bolsones de comida, dar crédito a las pequeñas empresas. Al tiempo que la economía se desmorona y la recaudación cae en picada, de un lado y del otro de la grieta se preguntan al unísono: ¿quién paga?
Más que escoger un bando o barrer debajo de la alfombra estas inquietudes, pareciera sensato reconocer su legitimidad. Obturar la discusión sobre estas cuestiones no va a resolverlas. Las dejará en manos de pequeños conciliábulos o peor, se perderá la ocasión de avanzar en una discusión sustantiva y en una solución genuina. La pandemia llegó inoportuna y aguafiestas, tal vez pueda abrir discusiones para las cuales nunca llega el momento adecuado.
El reconocimiento de los errores cometidos puede ser un buen punto de partida. Durante más de una década, el progresismo disoció al Estado social de su vigor fiscal y administrativo. En la crisis de 2001 y en la celebración del giro a la izquierda, nos dedicamos a la expansión de los derechos más que a precisar quiénes y cuándo pagarían los costos que suponían. La disociación siguió perpetuándose y se volvió el talón de Aquiles del gobierno kirchnerista. La sociología mostró que aumentaron los recursos de los sectores medios y populares sin que, exceptuando las retenciones, se restaran beneficios a los sectores más altos. Vuelve entonces amplificada la pregunta: ¿de dónde van a salir ahora, en un Estado quebrado, sin crédito, ni boom de los commodities y con las principales actividades paralizadas, los recursos para sostener la ayuda que se promete?
Podemos contentarnos con medidas extraordinarias, pero no alegar inocencia. Confiscar depósitos y defaultear bonos soberanos genera efectos sobre la confianza de inversiones que escasean y sobre la capacidad de financiamiento de un sector público quebrado. Hacer reposar parte de la solidez fiscal en las exportaciones de bienes primarios nos hace dependientes de precios externos que no controlamos y socios de la expansión de actividades extractivas predatorias para la naturaleza. Recargar a los contribuyentes ya registrados alimenta la sensación de que formalizarse es ser un idiota y de que es posible y hasta conveniente vivir al margen de la ley. Aunque resulte hoy indispensable, reactivar la maquinita tampoco resulta inocuo: en un país con los niveles de inflación y desconfianza en la moneda que tenemos, la emisión descontrolada tiene patas cortas. En suma, la situación es excepcional y no hay soluciones perfectas. Llegamos a ella tras gobiernos que abusaron de las medidas de emergencia y poco se preocuparon por armonizar sus iniciativas y velar por el mediano plazo.
“Que paguen las grandes fortunas” es una propuesta encomiable, que genera apoyo en los momentos críticos. El riesgo es seguir celebrando las virtudes de la movilización política y la puja distributiva sin preguntarse lo suficiente por las condiciones en las que se desarrollan ni por el cumplimiento de los compromisos que, con suerte, se derivan de ellas. La globalización instituyó una competencia despiadada entre países para atraer inversiones. Nadie sabe todavía cuánto durará el cierre de las fronteras. En todo caso, como el agua, el capital reviste estados líquidos, sólidos y gaseosos. La viabilidad del proyecto del gobierno se juega en gran medida en su capacidad de hacer distinciones y actuar con tanta firmeza como sofisticación.
Tanto en la urgencia como en la normalidad, es importante actualizar el modo en que concebimos los conflictos distributivos. Ni Paolo Rocca ni Hugo Moyano son representativos de los empresarios y trabajadores del país en 2020. La abrumadora mayoría de los empleadores dirigen compañías medianas y pequeñas. Hace rato que la generación de riqueza y la de empleo no corren por los mismos andariveles. Del mismo modo, muchos argentinos no logran una ocupación estable y una proporción cada vez más significativa son trabajadores sin patrón, sin sindicatos o con una capacidad de presión ínfima comparada con los camioneros. La puja distributiva sigue activa en la Argentina. El problema es que cada vez compromete menos a los ricos y alcanza menos a los vulnerables. No podemos presuponer solo dos partes enfrentadas: la distribución reclama formas de solidaridad entre empresas grandes y pequeñas, trabajadores formales e informales, con y sin patrón, que más y menos ganan.
Oficialismo y oposición enfrentan la oportunidad histórica de sellar un pacto social y tributario. Los partidos mayoritarios pueden acordar y defender juntos la solidez de la nación con medidas fiscales extraordinarias sí, pero con otras que duren y resuelvan la injusticia social y la fragilidad macroeconómica que nos aquejan. La primera guerra mundial en Europa y la crisis de 1930 en la Argentina propiciaron, con el apoyo de dirigentes liberales y conservadores, la adopción del impuesto a la renta que es hoy la principal fuente de recaudación en los países desarrollados. En contraste, los tributaristas argentinos afirman que nuestro sistema es regresivo, enmarañado y premia a los evasores.
Nada dice que el desenlace de la crisis será positivo. En todo caso, el pudor frente a las verdaderas víctimas debería llevar a los grandes actores de la vida nacional a expresar con claridad qué parte de las pérdidas pueden comprometerse a asumir para abrirle al menos un espacio a la esperanza. n
*Doctora en Sociología. Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín.