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La guerra y la paz

Cierto clima de posguerra se adivina insinuado en el aire. Ya sabíamos desde hace tiempo que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Luego supimos que la célebre fórmula podía también invertirse, para iluminar, y no por juego, otra verdad no menos decisiva: que la política es la continuación de la guerra por otros medios.

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Cierto clima de posguerra se adivina insinuado en el aire. Ya sabíamos desde hace tiempo que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Luego supimos que la célebre fórmula podía también invertirse, para iluminar, y no por juego, otra verdad no menos decisiva: que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Que incluso en la política democrática y republicana, que incluso en la paz, o en las filigranas de la paz para ser más exactos, podía detectarse la guerra: su sustrato o su fundamento, su carácter fundador.

Pasaron entre nosotros unos cuantos días en los que los argumentos fueron empleados como trincheras: posiciones desde donde guarecerse o atacar. Hubo tácticas y hubo estrategias, despliegues y repliegues, movimientos numerosos pero ordenados para ocupar espacios e imponer una presencia. Hubo operaciones de intercepción y de corte de suministros. Hubo dos bandos partidos al medio. Hubo negociaciones, sí, como suele haberlas aun en las guerras, y su fracaso sostenido confirmó el impulso a la beligerancia.

Ahora que sonaron las nítidas notas de la victoria y de la rendición, bien podemos figurarnos el paisaje social como un paisaje de escombros Es hora de remover y contabilizar los heridos y las bajas (que ya hay), los botines tomados o perdidos, los trofeos y los prisioneros, lo que se mantuvo en pie y lo que quedó reducido a ruinas.

Con todo, una diferencia fundamental se evidencia: en la guerra de los cuerpos, en la guerra propiamente dicha, no hay un empate posible. En la guerra cruenta de la sangre y de la muerte no, pero en la guerra de los discursos sí. Y junto con el empate, la necesidad de desempatar.

Así fue que la guerra de tantos hombres se convirtió por fin en la guerra de un solo hombre. Un solo hombre: por sí o por no. De un lado o del otro, para afirmar o para negar. Y el hombre negó, pero no lo hizo –no pudo hacerlo– sencillamente negando, sino dando un rodeo: afirmando y negando esa afirmación. Las circunstancias lo habían situado en el lugar de la decisión directa. Acaso fue eso lo que lo indujo a ser tan indirecto con las palabras.