El otro día, mientras pasaba por mi mente, casi en blanco y negro, la imagen de su recorrido por la bajada de una autopista desierta, acompañado por el rolar de la silla de ruedas de su emotiva compañera de fórmula, que al parecer fue elegida ex profeso para competir en la carrera por la captura de la sensibilidad popular en la contienda con el manco ex motonauta, escuché las declaraciones electoraleras de Mauricio Macri.
Es de rigor que todo candidato se sienta en la obligación de apostar a los méritos de su equipo, denostar los rigores del presente o, si forma parte de estos, invertir en las maravillas del porvenir que se abriría con el simple hecho de que el votante deposite la boleta que encabeza.
Exaltando las figuras de los suyos, y ya que aún no tiene o no revela quién sería su ministro de Economía en caso de triunfo, Macri, acodado en el prestigio de estadista que tardío supo acumular Arturo Frondizi, aseveró que en un futuro amarillo ese nombre valdría menos que el de Esteban Bullrich, su multado ministro de Educación. La mención me inquietó.
Soy uno de los padres que acompañan a sus hijos en la toma y abrazo de los colegios porteños; entre la gripe y el frío asisto al recuento de ratas sin fe de bautismo encontradas en los armarios, descenso súbito de ventiladores de techo sobre las cabezas del alumnado, containers electrificados propuestos como nuevas aulas e interdictos por los bomberos, cortes de gas en invierno, reducción anual del presupuesto (a la cooperadora escolar las autoridades le dicen que si faltan bancos que los compren ellas). Esta enumeración es caótica pero es incompleta en el reparto, si no se mencionara que también en la Provincia ocurren hechos similares. El FpV gobernante, pródigo en la mediática inauguración plural de objetos idénticos, tampoco repara techos escolares donde se llueve sobre los párvulos que son, sí, cómo no, el mojado futuro de la Patria.