Las malas noticias rara vez vienen solas. Y la regla parece que se cumple en mayor medida cuando se quiere hacer pasar por buenas noticias las que no lo son tanto.
La presentación del paso de Kicillof por París como una gesta heroica naufragó apenas lanzada debido, en apariencia, a su coincidencia con la citación a indagatoria que recibió Boudou, el cierre de las principales terminales de automóviles del país y los síntomas de aguda desorientación que ambas novedades generaron en el Ejecutivo. Según los vocingleros oficiales, la fiesta que tenían ya preparada se les frustró porque los medios independientes cargaron las tintas en lo malo para tapar lo bueno. Pero lo más importante sin duda es que, más allá de este argumento conspirativo y aquella aparente coincidencia, todas las novedades de la semana son parte del mismo proceso de deterioro, que no se detiene, sino que en algún sentido se agrava con los esfuerzos gubernamentales por disimularlo. Un deterioro que, en pocas palabras, obedece a que las contrapartes con que tiene que lidiar el Gobierno le han tomado ya el pulso y le sacan todo el provecho que pueden a sus debilidades, agravándolas.
Comprometer al país a pagar una enorme deuda al Club de París, sin quita alguna y en un plazo muy corto, sólo en una situación crecientemente crítica como la que el kirchnerismo vive puede presentarse como un golazo oficial.
Es cierto que para los intereses más inmediatos del oficialismo, por varios motivos, podría llegar a ser una buena nueva. En primer lugar porque él sólo deberá desembolsar unos US$ 1.000 millones hasta el final de su mandato, y le dejará el grueso de los compromisos a su sucesor, que apenas llegado al cargo deberá arremangarse para conseguir US$ 2 mil millones y en los años siguientes otros US$ 7 mil millones. Y porque la cuenta que éste encuentre se va a abultar mucho más si el actual gobierno logra ahora emitir más deuda de corto plazo. Lo que terminará de demostrar que la bomba de tiempo que parecía haberse empezado a desmontar con el ajuste iniciado en enero pasado está volviendo a activarse, y a mayor escala. Y que la decisión de hacer un ajuste parcial y focalizado en la economía productiva apuntó, en esencia, a cambiarle el reloj al artefacto explosivo: cuando el Ejecutivo advirtió que éste podía estallar antes de diciembre de 2015, por la velocidad que había adquirido la hemorragia de dólares, hizo algunos cambios de instrumentos y rompió algunas promesas (no devaluar, no endeudarse), pero sólo para sostener los objetivos que perseguía, ganar unos meses y asegurarse de que el tiempo no le jugara una mala pasada.
La apuesta oficial también va dirigida a aventar el peligro de un nuevo default en caso de que el juicio de los holdouts siga el peor camino. Y despejar el escenario externo para proveerle a Cristina, una vez que esté fuera del poder, un cierto rol internacional, que ayude a mantenerla a resguardo del esperable auge de las críticas e investigaciones domésticas. Operaciones que, como tenían muy poco futuro si se las seguía intentando de la mano de Irán y Venezuela, es razonable que se las relance ahora a toda máquina en sintonía con la Rusia de Putin. Que, hay que convenir, para las metas que persigue la Presidenta no sólo tiene muchos más recursos que ofrecer, sino también más perspectivas a futuro, lo que reviste importancia decisiva, pues el tiempo es la dimensión más gravitante en todo lo que trata de resolver el Gobierno.
En los distintos terrenos, como se ve, va lidiando como puede con el deterioro de instrumentos antes medianamente confiables (el desendeudamiento, el refugio en una autarquía que era a la vez política y económica). Pero el problema es que los que utiliza en su reemplazo pueden terminar acelerando y agravando el proceso, en vez de contenerlo.
Veamos, para empezar, lo que puede suceder en caso de que logre organizar un pequeño festival de bonos. El riesgo de default y ahogo externo disminuirá, pero, más que reactivar la producción, se estará alimentando la bicicleta financiera, a la que ya se están volcando el grueso de los recursos que antes se invertían en la construcción o el consumo de bienes durables. Más le hubiera valido al Gobierno, entonces, arreglar en serio el desbarajuste cambiario cuando tenía tiempo de hacerlo y alentar mínimamente las inversiones.
Que las empresas ya no están pensando principalmente en su nivel de ventas, sino en cómo sacar provecho especulativo de las debilidades oficiales, también se pudo ver en el comportamiento asumido por las automotrices. La autopartista española que disparó la última crisis aparentemente actuó en connivencia con el gremio para echar a los integrantes de su poderosa comisión interna, alineada con la izquierda; y a la cola, una vez dispuesta la toma y el parate de la producción, fueron las grandes terminales, que vieron la ocasión de presionar tanto al gremio como al Gobierno en su disputa por acomodar a la baja no sólo el ritmo de actividad sino los salarios, y de ser posible extraerles beneficios compensatorios a las autoridades.
Por último, lo sucedido con Boudou, aunque en un terreno muy distinto, parece haber seguido una lógica parecida. No fueron la oposición, ni el juez, ni mucho menos los medios independientes, sino los propios funcionarios kirchneristas los que aparentemente creyeron que el “golazo” de Kicillof, más el baño de masas del 25 de Mayo y la inminencia del Mundial, ofrecían una oportunidad para lanzar la operación de desplazamiento de Lijo y desarticular la causa Ciccone; pero lo que consiguieron al amenazar al juez fue empujarlo a actuar, lo que hizo del modo más drástico imaginable, para asegurarse de que el costo de su desplazamiento se volviera impagable para el oficialismo. Con lo cual, en vez de contribuir a la estrategia judicial de Boudou de seguir dilatando lo más posible las cosas, lo que hizo el Gobierno fue acelerarlas.
A veces los gobiernos, cuando están al mismo tiempo de salida y en declive, no tienen más remedio que elegir entre distintos males y rezar para que no se potencien unos a otros, y el referí suene el silbato antes de que se hayan vuelto insoportables. El problema para el kirchnerismo es que se combina su habitual mala praxis con una buena dosis de mala fortuna. Y que encima complica las cosas el hecho de que tiene que lidiar con un entorno que nunca ha sido generoso con los caídos en desgracia, y en el que pocas veces ha habido tantos con tantas cuentas pendientes que pasarles.