En este suplemento, las columnas de la contratapa se entregan el lunes anterior a su publicación. Así que redacto mi texto hoy, lunes 6, sin saber si finalmente va a ocurrir antes del domingo 12, día de la salida del diario. Pero aunque suceda, que ya no haya ocurrido antes del 6 es muy significativo del estado de las cosas. ¿Ocurrido qué? Pues lo siguiente: ¿No es increíble que se hayan filtrado miles y miles y miles de archivos secretos de las embajadas de los Estados Unidos en todo el mundo, pero que no se haya visto ni una sola imagen de Macri tragándose el bigote de Freddie Mercury el día de su casamiento? Entre los invitados se encontraban periodistas de la jerarquía de Samuel Gelblung y Jorge Rial –expertos en conseguir videos reveladores de las gargantas más profundas de nuestra vida pública– y sin embargo, no hemos visto nada. Hubo también –lo damos por seguro– uno o más equipos de filmación contratados por la wedding planner registrando la fiesta, sin contar los innumerables celulares de última generación, capaces de grabar con la mejor calidad de imagen, que seguramente, entre muchas otras cosas, tendrían varios invitados en sus bolsillos. Y sin embargo, no se ha filtrado ni una imagen. ¿Es un caso de censura? ¿Una orden impartida por Jaime Durán Barba, el eficiente asesor de imagen de Macri, ante el temor de que un leve ridículo dañara la imagen del candidato? No lo sabemos. Sí sabemos que el casamiento ocurrió el 20 de noviembre y hasta hoy, seguimos a oscuras. ¿No vivimos en la época de la proliferación de imágenes? ¿En el tiempo en que nada escapa a la cámara? Pero ahora pasa Guillermo Piro (subeditor del suplemento) por detrás de mí, lee de ojito lo que estoy escribiendo, y se sonríe. No, Guillermo, no es un chiste. ¡Mi denuncia es grave! ¡Está en juego la libertad de expresión!
En fin, así van las cosas en esta tiranía audiovisual. Por suerte la prensa gráfica sí cubrió el accidente, demostrando nuevamente que la palabra escrita tiene otro espesor intelectual. ¡No es cierto que una imagen valga más que mil palabras! Pero hubo un tiempo en que las imágenes sí importaban, y estaban en el centro de la discusión teórica. De hecho, tengo aquí, sobre mi escritorio, un viejo número de la célebre revista francesa Comunications, íntegramente dedicado a L’analyse des images (Nº 15, de 1970, cuando la revista todavía la dirigía Edgar Morin, y a la que rápidamente se sumaría Eliseo Verón). Por no mencionar los estudios que, ya desde fines de los 50, llevó a cabo Roland Barthes, sumado a todo un grupo de intelectuales –que incluía obviamente a Umberto Eco– que impusieron la semiología como la disciplina clave de fines de los 60. ¿Qué quedó de la semiología? Entre nosotros, quizás el último entusiasmo por la semiología ocurrió a mediados de los 80, cuando el alfonsinismo y el peronismo renovador (sí, aunque no lo crean alguna vez existió algo llamado “peronismo renovador”) apostaron por una modernización de los saberes teóricos y el ingreso de lleno en la video-política. Esa tradición llegó a su momento cumbre en la época del Frepaso, cuando Chacho Alvarez supuso que hacer política significaba congraciarse en la tertulia televisiva de Mariano Grondona y no mucho más. Pero allí ya no había semiología alguna, sino sólo ausencia de pensamiento crítico (o de pensamiento, tout court). Pero si algún interés tuvo la semiología es que derivó en otra cosa, se filtró en otros sitios y prácticas (en la antropología, la teoría estética, el psicoanálisis e, incluso, en la literatura). Hoy ya nadie se llama a sí mismo “semiólogo”. Desapareció –o casi– como disciplina académica, pero para reaparecer subrepticiamente como una herramienta clave para entender, desde otros discursos, las imágenes contemporáneas.