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La infancia conectada

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Un amigo me pide ayuda para mover una biblioteca de lo que fue su antiguo estudio y que ahora se transformará en el cuarto para el bebé. Pasa a buscarme con su auto nuevo, un modelo familiar gigantesco que parece un transatlántico. Curiosamente, cuando me siento a su lado, no tengo lugar para las piernas y, cuando quiero correr el asiento para atrás, me advierte que no voy a poder hacerlo porque está la silla para el bebé (“Por eso tuve que cambiar el auto”, agrega).

La monstruosidad que reposa en el asiento trasero ocupa más de la mitad del espacio disponible. Al lado, unas bolsas que no entran en el baúl, donde se guarda el carrito de paseo de la criatura.

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Llegamos a la casa de mi amigo y movemos la biblioteca a su nuevo lugar. El bebé se ha despertado recién de la siesta en su mecedora vibratoria, desde donde nos mira. ¿Vibra? Habitualmente sí, pero ahora se le han acabado las pilas. Otro tanto sucede con el móvil gigantesco instalado sobre el moisés, un dispositivo que gira, brilla y canta (o emite melodías) en cuanto el bebé comienza a llorar.

Hasta ahora, el bebé dormía cerca de la cama de sus padres, pero han decidido mudarlo y, por lo tanto, han encargado en Europa un baby call con video, que les informará no sólo si el bebé se despierta y llora, sino qué movimientos realiza y, eventualmente, si un secuestrador se apresta a llevárselo para siempre.

Semejante despliegue tecnológico me marea un poco y me hace pensar en los miles de millones de niños que crecieron sin ninguna de esas herramientas. El cuco, los atentos oídos de los padres y una precaución generalizada servían para alcanzar el umbral de adultez que, intuyo, este bebé no alcanzará jamás del todo.