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EL ECONOMISTA DE LA SEMANA

La inflación, el argumento equivocado en pos de la moderación salarial

Por lo que ha trascendido, el Gobierno reclamó moderación a los principales dirigentes sindicales en cuanto a las demandas salariales para 2008, advirtiendo que los excesos sólo lograrían un aumento de la tasa de inflación, licuando las mejoras en términos reales.

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Por lo que ha trascendido, el Gobierno reclamó moderación a los principales dirigentes sindicales en cuanto a las demandas salariales para 2008, advirtiendo que los excesos sólo lograrían un aumento de la tasa de inflación, licuando las mejoras en términos reales.

Es cierto que la cuestión salarial ha pasado a ser un ingrediente clave de las expectativas y, a través de este canal, puede transmitirse al comportamiento presente y futuro de los precios. Sin embargo, no es tan seguro que una inflación elevada sea considerada un problema por parte de la dirigencia sindical. Después de todo, acortar los plazos de las negociaciones salariales es, probablemente, la principal forma de justificar su existencia. Que la inflación refleje un desequilibrio que, tarde o temprano, reclamará correcciones, aparece en esa visión como una complicación futura y, en ese aspecto, la dirigencia (no sólo sindical) suele ser profundamente keynesiana, en el sentido que “en el largo plazo habremos de estar muertos”.

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En realidad, el único argumento capaz de perforar la coraza sindical es el del empleo. Ajustes salariales por encima del equilibrio que empujen la inflación hacia arriba no parece ser un problema bajo su óptica, pero si la economía dejara de generar puestos de trabajo al ritmo que lo viene haciendo desde 2003, entonces sí sonarían las alarmas. Con una tasa de desempleo mayor las condiciones para negociar no son las mismas, las cuotas sindicales pueden mermar, etc., etc.

Hasta ahora, no ha habido conflicto entre subas salariales y creación de empleo. Pero algunos indicadores vinculados con la inversión y los costos laborales parecen indicar que en 2008 se puede estar llegando a situaciones límite en este plano.

• Costo laboral unitario: en 2007, a nivel de la industria, los salarios subieron 24% anual, variable que considerada conjuntamente con la evolución de la producción, el empleo y los precios mayoristas define el costo laboral unitario. Este índice, para una base 100 en 1997-98, se ubicó en 79,3 en 2007, todavía un 20,7% por debajo de niveles anteriores a la devaluación. Pero si en un ejercicio para 2008 se estimara una suba salarial de 25% y de 14% para los precios mayoristas, entonces el índice de costo laboral unitario pasaría este año a 84,4, apenas un 15,6% por debajo del promedio 1997-98.

No hay que olvidar que, cuando se devaluó en 2002 había bastante consenso respecto de que el “problema” de competitividad demandaba un ajuste del orden del 40%. En términos de precios mayoristas y salarios, corregido por productividad, en 2008 habríamos regresado no al 1 a 1, pero sí a menos de 1,2 a 1.

Contra estos guarismos no se puede hacer magia: una vez recuperado cierto nivel que puede definirse de equilibrio, los aumentos salariales significativos se financian con aceleración de productividad o con aceleración de inflación.

Por algún motivo, esas formas de financiar las subas de sueldos pueden no estar disponibles: la demanda podría no convalidar tanta inflación; o la oferta importada sustituir a la local (las importaciones se incrementaron 31% en 2007). En estos casos, aparece en escena el tercero en discordia, que es el sacrificio del empleo.

• El costo de inversión por cada nuevo empleo: en 2007 la inversión en la Argentina habría totalizado una cifra de US$ 61.500 millones, lográndose un incremento del empleo del orden del 5,5% respecto del año anterior. Esto significa que para el conjunto del país (no sólo las grandes áreas urbanas) se requirió una inversión de US$ 67.700 por cada nuevo puesto de trabajo. Es una cifra muy significativa y refleja el creciente esfuerzo de inmovilización de dinero por cada nuevo empleo ya que, por ejemplo, en 2004, cuando todavía había elevados niveles de capacidad ociosa, crear un nuevo puesto de trabajo implicaba una inversión de 28.800 dólares. Todo indica que en 2008 crear cada uno de los nuevos puestos de trabajo deberá traer aparejada una inversión promedio en torno a los 82.000 dólares.

¿Qué significa esta magnitud? Que mientras más capital por trabajador se inmoviliza, mayor fuerza adquieren los prerrequisitos para que el proceso continúe: a) que el horizonte de riesgos resulte mensurable; b) que la calificación y productividad de los trabajadores esté a la altura de esos costos hundidos.

La evolución de los costos laborales unitarios, entonces, está marcando señales amarillas para la competitividad; mientras que la creciente suma de capital inmovilizado por cada nuevo puesto de trabajo está planteando un escenario de renovada exigencia para el círculo virtuoso de la inversión y del empleo.

El umbral en el que los problemas pueden superar a las oportunidades, afectando el ritmo de creación de empleo, probablemente no esté tan lejos y un tema común a la cuestión de los costos unitarios y el creciente monto de inversión por nuevo empleo es el de la llamada “inflación inercial”. Este fenómeno, por el cual se reducen los tiempos de los contratos, sólo puede ser cortado por la gestión oficial y no con medidas voluntaristas sino con política fiscal y monetaria.

El Gobierno no debería aparecer convalidando un andarivel de inflación estabilizado en un nivel elevado, sino que debería ser capaz de generar expectativas de un genuino sendero descendente, que inevitablemente involucra la política fiscal, la monetaria y la de ingresos.

La Argentina de 2008 se parece, en este aspecto, a Chile de 1990-91 y a España de 1982-83. En el país trasandino, el gobierno democrático post-Pinochet debió hacerse cargo de una inflación superior al 20% para, seis años después, ubicarla en 6,5%. En España, el gobierno socialista de principios de los 80 asumió con una inflación de entre 12% y 14% anual, mientras que ya en 1987, un año después de haber ingresado a la Comunidad Europea, el país ibérico exhibía una tasa de inflación de 5,2%.

En ninguno de ambos ejemplos la baja inflación fue vista como un objetivo en sí mismo, sino como una condición necesaria para recrear condiciones genuinas de inversión, empleo y competitividad.