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La insensatez: un tiro a la democracia

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Los argentinos caminamos peligrosamente hacia nuestro peor enemigo, nosotros mismos. Es la frase inicial de un artículo en el que intenté reflexionar sobre la paradoja de que en Argentina nos jactamos de ser los adalides de los derechos humanos y no defendemos la libertad de expresión, madre de todos los derechos; nos manifestamos ingratos en relación con los países como Francia, que en los tiempos del terror nos prestaron su libertad para denunciar lo que aquí se ocultaba; criticamos la dictadura pero no apreciamos la democracia. El artículo quedó inconcluso por el tiro en la sien al fiscal Alberto Nisman, que me confirmó aquella intuición. Una bala en la soledad de un domingo de verano que nos impuso la realidad y liberó las lacras ocultas de nuestra incultura democrática: el poder oculto, mafioso y el rasgo autoritario de dudar de las víctimas. ¿Por qué anticipó su regreso? El odioso “por algo será” y la interpretación de las acciones públicas como obediencia. ¿Quién le ordenó regresar? Nunca la libertad ni la responsabilidad sobre la función que cumple cada uno de nosotros. No de manera personal sino por lo que la Constitución nos establece y a la que nos debemos aferrar ya que, como dice el anónimo jurídico, “las Constituciones son los chalecos de fuerza que se tiran encima las sociedades en tiempos de lucidez para evitar suicidarse en tiempos de locura”. De modo que en este momento en el que nuestro país peligrosamente camina hacia su propio suicidio democrático, debemos conocer el deber ser democrático para entender lo que nos está pasando en términos políticos. No jurídicos. No policiales. No estamos frente a una novela de Aghata Cristie. El homicidio-suicidio no es una ficción, no surgió de las islas de edición donde se construyen los relatos que confunden propaganda con gestión. Es un atentado político a la democracia ya que la bala que mató al fiscal federal Nisman dio de lleno, también, en el corazón del Parlamento, donde buscó proteger la información con la que sustentó su denuncia contra la Presidenta, el lugar donde debió resonar la conmoción de la ciudadanía. Una muerte que como patética simbología se proyecta como el asesinato de la política, reducida a los comentarios en los medios. Con una Presidenta que se jacta de la comunicación directa para sacarse de encima la mediación de la prensa y ahora conjetura como analista. La Presidenta de “los cuarenta millones”, lejos de la metáfora familiar de la madre que protege para evitar la pelea entre hermanos, ataca, descalifica, acusa, divide y, al manejar el Congreso con el control remoto desde Olivos, cancela cualquier diálogo político. Incluidos sus propios diputados, desmoralizados públicamente por esa obediencia de cuartel que es la misma negación de la deliberación democrática. Una disciplina que, lejos de ayudar a la Presidenta confrontándola con sus errores, fortalecieron un poder personalista, cortesano, que propició las intrigas y el surgimiento de los aventureros que circulan por los pasillos del Palacio y hacen sus tropelías invocando esa cercanía al poder. Ese aislamiento y la cancelación de la política terminaron encerrando a la Presidenta en su propio temor. Sin que nadie crea que estamos ante una conspiración.

Si no fuera que la muerte de Nisman inhibe toda ironía, yo misma podría burlarme de haber cambiado la pluma de la escritora por la tribuna de la política y hoy, que demando como legisladora sesiones extraordinarias para que en la casa de la política, el Congreso, resuene a pleno el miedo de la ciudadanía y se instaure el control democrático sobre los espías del Estado, recibimos los comentarios virtuales de una Presidenta columnista que usa la pluma de una periodista para evitar las responsabilidades de la política. Como en el juego de la silla vacía, todo está corrido de su lugar, confundidas o distorsionadas las funciones. Tal vez por eso, la expresión que más repetimos es: “¡Qué locura!”. Y como soy escritora de una sola tecla y legisladora de una sola obsesión, la democratización de nuestra odiosa cultura de muerte, en estos días he vuelto a recordar el libro Los inocentes, del alemán Hermann Broch, quien en las vísperas del nazismo advirtió sobre ese mal que los argentinos podemos reconocer, la insensatez, ya que “de todos los sufrimientos que los seres humanos somos capaces de provocarnos, la guerra no es el peor mal, es sólo el más absurdo, ya que el primer legado de la violencia es la insensatez.” Y cuánta insensatez hay cuando el sufrimiento que dan el miedo y las incertezas se desprecia porque se los niega. Cuánta insensatez hubo en la guerra verbal, la lógica de bandos y enemigos, con espías del Estado que no se subordinaron a la ley democrática, utilizados por el Gobierno para matar la reputación de los opositores políticos y los periodistas que se atienen a los hechos. Pero ahora la muerte real golpea y atemoriza porque volvemos a ser iguales a nosotros mismos y a nuestro oscuro pasado, igualados por el temor, el de la ciudadanía y el de la Presidenta. Sin embargo, el “nunca más” es cada vez menos audible y no terminamos de entender que la salvación política está en lo que intuimos treinta años atrás: la restauración de la República con su división de poderes y la consagración de los derechos de la democracia, como son la información, la transparencia y el control democrático sobre el poder. Pero sobre todo, para derrotar a esa Argentina movida a muertes, debemos contraponer una cultura de vida que siempre conjuga con paz y tolerancia. Más importante que saber cómo se detecta la pólvora en la mano de un suicida es que finalmente conozcamos y ejerzamos nuestros derechos, sepamos que la democracia no se reduce a votar y que sin política no hay democracia.

*Senadora por Córdoba.

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